(En el aniversario del nacimiento de Carl Gustav Jung)
A veces se nos olvida que esos viejos de quienes aprendemos, también tuvieron infancia, fueron niños. Jung, un niño nervioso que tenía continuos desmayos, un hijo de la madre de quien recibió un trauma temprano debido a la enfermedad que ella padecía y que la alejó durante un tiempo, dejándolo al cuidado de una nana; esto le habría generado un complejo de abandono y desconfianza con respecto a lo femenino que tendría qué resolver en su vida y obra. Un niño imaginativo, intuitivo, raro, que jugaba solo, pensaba y soñaba cosas que sabía que no debía compartir con nadie pues nadie las entendería. Un niño decepcionado tempranamente con el padre que no pudo explicarle uno de los grandes misterios de su religión..
Jung afirmaba que el sueño que se tiene antes de la primera sesión de terapia o análisis, suele anticipar el desarrollo del proceso e incluso el tratamiento a seguir. Al parecer también el primer sueño que uno recuerda puede anticipar mucho del desarrollo de la propia vida. Así fue para el niño de la fotografía, que nació un 26 de julio de 1875, un sueño del que, según afirma en su autobiografía, habría de ocuparse durante toda su vida.
Jung afirmaba que el sueño que se tiene antes de la primera sesión de terapia o análisis, suele anticipar el desarrollo del proceso e incluso el tratamiento a seguir. Al parecer también el primer sueño que uno recuerda puede anticipar mucho del desarrollo de la propia vida. Así fue para el niño de la fotografía, que nació un 26 de julio de 1875, un sueño del que, según afirma en su autobiografía, habría de ocuparse durante toda su vida.
Como antecedentes del sueño (ocurrido entre los cinco y seis años) tenemos que había desarrollado un temor especial frente a esos hombres "disfrazados de mujeres" con grandes sombreros y vestidos negros (más tarde descubriría que se trataba de sacerdotes católicos), y también un conflicto con la figura de Jesús pues le parecía ambiguo que este protegiera a los niños, según le había dicho su madre, y al mismo tiempo se los llevara o "se los tragara" a través de un hoyo en la tierra (había presenciado el entierro de un muerto que bajó por el río cercano, el Rhin). También había padecido algunos accidentes, uno que le dejó una cicatriz en la cabeza y un resbalón que casi le hace caer de un puente sobre el río (ya adulto interpretaría todo esto como un impulso suicida inconsciente debido a una incomodidad con la vida en este mundo). Ya por ese entonces sus padres se habían separado por un tiempo y él había percibido lo precario de aquel matrimonio, a consecuencia de ello la madre fue internada en el hospital y entonces él fue cuidado por varias mujeres, entre ellas una chica de la que dijo, se transformó en la primera imagen positiva de su femenino, a pesar de que también surgió por esa época de ausencia materna una desconfianza hacia las mujeres y hacia el amor con la que tuvo que luchar en su crisis de la mediana edad (El Libro Rojo atestigua esta elaboración del “anima” y del Amor). Estos antecedentes, como sucede con todos nuestros sueños, influyen en la construcción del sueño tanto como lo que anuncian.
Jung lo interpreta en su autobiografía llegando a la conclusión de que un sueño como este era una iniciación “en el imperio de las tinieblas”. Por mi parte me impresiona la manera como el sueño parece anunciar esa espiritualidad conectada con la naturaleza que Jung resaltó a través de su trabajo con las antiguas mitologías, como si el sueño le dijera que lo sagrado está bajo tierra, tras la verde cortina de la naturaleza y no arriba en el cielo de las instituciones (nótese que unos años más tarde soñaría que el mismísimo Dios defecaba sobre su iglesia, sobre la torre del templo de su pueblo). Por otra parte este descenso a las profundidades anticipa no sólo su posterior trabajo teórico sobre lo inconsciente, sino también el descenso relatado en el libro rojo, su propia Nekya, durante la cual tendría que enfrentar lo más sublime y lo más terrible de su psiquismo en conexión con los horrores del colectivo. Me parece importante anotar que Jung tuvo con el cristianismo una actitud crítica durante toda su vida, probablemente originada también en su temprana decepción frente al lamentable estado de la espiritualidad de su padre (pastor protestante), lo que no le impidió defender y validar la importancia de los símbolos e imágenes católicas y lamentar la pérdida de estas en el protestantismo.
Este es el sueño y su interpretación por parte de Jung:
“La casa parroquial se erguía solitaria cerca del castillo de Laufen, y detrás de la finca de Messmer se extendía un amplio prado. Allí descubrí de pronto, en el suelo, un oscuro hoyo tapiado, rectangular, nunca lo había visto anteriormente. Por curiosidad me acerqué y miré en su interior. Entonces vi una escalera de piedra que conducía a las profundidades, titubeante y asustado descendí por ella. Abajo se veía una puerta con arcada románica cerrada por un cortina verde. La cortina era alta y pesada, como de tejido de malla o de brocado, y me llamó la atención su muy lujoso aspecto. Curioso por saber lo que detrás de ella se ocultaba, la aparté a un lado y vi una habitación rectangular de unos diez metros de largo débilmente iluminada. El techo, abovedado, era de piedra y también el suelo estaba enlosado. En el centro había una alfombra roja que iba desde la entrada hasta un estrado bajo. Sobre éste había un dorado sitial extraordinariamente lujoso. No estoy seguro, pero quizás había encima un rojo almohadón. El sillón era suntuoso, ¡como en los cuentos, un auténtico trono real! Más arriba había algo. Era una gigantesca figura que casi llegaba al techo. En un principio creí que se trataba de un elevado tronco de árbol. El diámetro medía unos cincuenta o sesenta centímetros y la altura era de cuatro o cinco metros. La figura era de extraños rasgos: de piel y carne llena de vida y como remate había una especie de cabeza, de forma cónica, sin rostro y sin cabellos; únicamente en la cúspide había un solo ojo que miraba fijamente hacia arriba.
La habitación estaba relativamente bien iluminada, pese a que no había luz ni ventanas. Sin embargo, allí, en lo alto, reinaba bastante claridad. La figura no se movía, no obstante, yo tenía la sensación de que a cada instante podía descender de su tronco en forma de gusano y venir hacia mí arrastrándose. Quedé como paralizado por el miedo. En tan apurado momento oí la voz de mi madre como si viniera de fuera y de lo alto, que gritaba: «Sí, mírale. ¡Es el ogro!» Sentí un miedo enorme y me desperté bañado en sudor. A partir de entonces muchas noches tenía miedo a dormirme, pues temía que se repitiera un sueño semejante.
Este sueño me preocupó durante años. Sólo, mucho más tarde, descubrí que la extraña figura era un falo y, sólo décadas después, que se trataba de un falo ritual. No podía discernir si mi madre me había dicho «Ése es el ogro» o «Es el ogro», en el primer caso se referiría ella a que el devorador de niños no es «Jesús» o el «jesuita», sino el falo; en el segundo, que el devorador de hombres se representa en general por el falo, por lo tanto, el sombrío «hêr Jesus», el jesuita y el falo serían idénticos. El significado abstracto del falo señala que el miembro es entronizado de un modo en sí itifálico (en griego = erguído). El foso en el prado representaba ciertamente una tumba. La tumba misma es un templo subterráneo cuya cortina verde recordaba el prado; aquí, pues, representa el secreto de la tierra cubierta de verde vegetación. La alfombra era de color rojo sangre. ¿Por qué el techo abovedado? ¿Es que había yo estado ya en el Munot, en el torreón de Schafhausen? Posiblemente no, no se llevaría allí a un niño de tres años. Así, pues, no podía tratarse de un recuerdo. Igualmente el origen del itífalo anatómicamente correcto se desconocía. La significación del orificium urethrae como ojo, y encima de él un foco luminoso alude a la etimología de falo en griego = luminoso, brillante).
El falo de este sueño parece ser en todo caso un dios infernal y no un Dios digno de mención. Como tal le recordé durante toda mi juventud y lo evocaba siempre que se hablaba de Jesucristo Nuestro Señor. Para mí, el «hêr» Jesús nunca fue algo completamente real, ni del todo aceptable o digno de estima, pues siempre volvía a pensar en su rival infernal como en una aparición espantosa, no buscada por mí.
El «disfraz» del jesuita proyectaba sus sombras sobre la instrucción cristiana que había recibido. Me parecía a menudo una máscara festiva, como una especie de pompas fúnebres. Allí la gente podía adoptar ciertamente una expresión seria o triste, pero en el fondo parecían reír en secreto y no estar tristes en absoluto. El «hêr» Jesús se me presentaba como una especie de Dios de los muertos, ciertamente dispuesto a prestar ayuda, y a la vez a dispersar los espectros nocturnos, pero también inquietante y lúgubre por haber sido crucificado y ser un sangriento cadáver. Sus amores y bondades, constantemente ensalzadas, me parecieron siempre dudosas, especialmente también porque gente con levita negra y relucientes zapatos, que me recordaban siempre los sepelios, hablaban del «querido Hêr Jesús». Eran los colegas de mi padre y ocho tíos míos —todos ellos sacerdotes. Me infundieron miedo durante muchos años. Y no digamos de los eventuales sacerdotes católicos que me recordaban al terrible «jesuita», y los jesuitas habían causado temor y disgustos incluso a mi padre. En los años siguientes hasta la primera comunión me esforcé todo lo posible por lograr la exigida actitud positiva respecto a Cristo. Pero no pude nunca superar mi secreta desconfianza. Al fin y al cabo, el miedo al «hombre enlutado» lo experimenta todo niño, y no constituyó en absoluto lo esencial de aquella experiencia, sino la inquietante conclusión a que llegó mi cerebro de niño: «Ése es un jesuita.» Así también en el sueño lo esencial es la curiosa interpretación simbólica y la inaudita justificación del «ogro». No es el infantil aspecto del «devorador de hombres», sino el que estuviera sentado en un áureo trono infernal. Para mi conciencia infantil de entonces el rey se sentaba en primer lugar en un trono áureo pero después, en uno dorado mucho más alto y mucho más bello se sentaban el buen Dios y el Her Jesús en lo más alto del cielo con una corona dorada y vestido blanco. Sin embargo, de este Her Jesús bajó del bosque el «jesuita», con falda negra, con amplio sombrero negro. Tuve que mirar todavía muchas veces hacia allí por si algún peligro me amenazaba.
En sueños descendí a la caverna y encontré otro ser en el áureo trono, inhumano e inmundo, que miraba fijamente hacia arriba y se alimentaba de carne humana. Sólo cincuenta años después me sorprendió un párrafo de un comentario sobre ritos religiosos en que se hablaba de los motivos fundamentalmente antropológicos en el simbolismo de la eucaristía. Entonces vi claro lo poco infantil, lo maduro, incluso la excesiva madurez del pensamiento que en estos dos acontecimientos comenzaba a hacerse consciente. ¿Quién hablaba entonces en mí? ¿Qué espíritu ha imaginado este suceso? ¿Qué meditada razón se encontraba en este hecho? Ya sé que todo débil mental siente tentación de delirar por «hombres negros» y «devoradores de hombres» y por «casualidades» e «interpretaciones» ulteriores para borrar rápidamente algo incómodo que espanta y con ello no perturbar la tranquilidad familiar. Ah, estos bravos hombres virtuosos y sanos me hacen el efecto de aquellos renacuajos optimistas que en un charco de lluvia se agitan alegremente al sol, apretados unos con otros, en el más mísero de los arroyos, sin sospechar que mañana el charco estará seco.
¿Qué hablaba entonces en mí? ¿Quién pronunciaba frases de profunda problemática? ¿Quién asociaba lo superior y lo inferior y asentaba de este modo el fundamento de todo cuanto sembró toda la segunda mitad de mi vida de tempestades del más apasionado carácter?
¿Quién perturbaba la serena e inocente infancia con graves presentimientos de la vida en su plena madurez? ¿Quién sino el huésped extraño que venía de arriba y de abajo?
Con este sueño infantil fui iniciado en los secretos de la tierra. Tuvo lugar entonces, por así decirlo, una sepultura en la tierra y transcurrieron años hasta que reaparecí. Hoy sé que sucedió para introducir en la oscuridad la mayor cantidad posible de luz. Fue un tipo de iniciación en el imperio de las tinieblas. Entonces mi vida espiritual dio comienzo inconscientemente"
Bibliografía:
C. G. Jung. Recuerdos, Sueños, Pensamientos. Editorial Seix Barral.
La habitación estaba relativamente bien iluminada, pese a que no había luz ni ventanas. Sin embargo, allí, en lo alto, reinaba bastante claridad. La figura no se movía, no obstante, yo tenía la sensación de que a cada instante podía descender de su tronco en forma de gusano y venir hacia mí arrastrándose. Quedé como paralizado por el miedo. En tan apurado momento oí la voz de mi madre como si viniera de fuera y de lo alto, que gritaba: «Sí, mírale. ¡Es el ogro!» Sentí un miedo enorme y me desperté bañado en sudor. A partir de entonces muchas noches tenía miedo a dormirme, pues temía que se repitiera un sueño semejante.
Este sueño me preocupó durante años. Sólo, mucho más tarde, descubrí que la extraña figura era un falo y, sólo décadas después, que se trataba de un falo ritual. No podía discernir si mi madre me había dicho «Ése es el ogro» o «Es el ogro», en el primer caso se referiría ella a que el devorador de niños no es «Jesús» o el «jesuita», sino el falo; en el segundo, que el devorador de hombres se representa en general por el falo, por lo tanto, el sombrío «hêr Jesus», el jesuita y el falo serían idénticos. El significado abstracto del falo señala que el miembro es entronizado de un modo en sí itifálico (en griego = erguído). El foso en el prado representaba ciertamente una tumba. La tumba misma es un templo subterráneo cuya cortina verde recordaba el prado; aquí, pues, representa el secreto de la tierra cubierta de verde vegetación. La alfombra era de color rojo sangre. ¿Por qué el techo abovedado? ¿Es que había yo estado ya en el Munot, en el torreón de Schafhausen? Posiblemente no, no se llevaría allí a un niño de tres años. Así, pues, no podía tratarse de un recuerdo. Igualmente el origen del itífalo anatómicamente correcto se desconocía. La significación del orificium urethrae como ojo, y encima de él un foco luminoso alude a la etimología de falo en griego = luminoso, brillante).
El falo de este sueño parece ser en todo caso un dios infernal y no un Dios digno de mención. Como tal le recordé durante toda mi juventud y lo evocaba siempre que se hablaba de Jesucristo Nuestro Señor. Para mí, el «hêr» Jesús nunca fue algo completamente real, ni del todo aceptable o digno de estima, pues siempre volvía a pensar en su rival infernal como en una aparición espantosa, no buscada por mí.
El «disfraz» del jesuita proyectaba sus sombras sobre la instrucción cristiana que había recibido. Me parecía a menudo una máscara festiva, como una especie de pompas fúnebres. Allí la gente podía adoptar ciertamente una expresión seria o triste, pero en el fondo parecían reír en secreto y no estar tristes en absoluto. El «hêr» Jesús se me presentaba como una especie de Dios de los muertos, ciertamente dispuesto a prestar ayuda, y a la vez a dispersar los espectros nocturnos, pero también inquietante y lúgubre por haber sido crucificado y ser un sangriento cadáver. Sus amores y bondades, constantemente ensalzadas, me parecieron siempre dudosas, especialmente también porque gente con levita negra y relucientes zapatos, que me recordaban siempre los sepelios, hablaban del «querido Hêr Jesús». Eran los colegas de mi padre y ocho tíos míos —todos ellos sacerdotes. Me infundieron miedo durante muchos años. Y no digamos de los eventuales sacerdotes católicos que me recordaban al terrible «jesuita», y los jesuitas habían causado temor y disgustos incluso a mi padre. En los años siguientes hasta la primera comunión me esforcé todo lo posible por lograr la exigida actitud positiva respecto a Cristo. Pero no pude nunca superar mi secreta desconfianza. Al fin y al cabo, el miedo al «hombre enlutado» lo experimenta todo niño, y no constituyó en absoluto lo esencial de aquella experiencia, sino la inquietante conclusión a que llegó mi cerebro de niño: «Ése es un jesuita.» Así también en el sueño lo esencial es la curiosa interpretación simbólica y la inaudita justificación del «ogro». No es el infantil aspecto del «devorador de hombres», sino el que estuviera sentado en un áureo trono infernal. Para mi conciencia infantil de entonces el rey se sentaba en primer lugar en un trono áureo pero después, en uno dorado mucho más alto y mucho más bello se sentaban el buen Dios y el Her Jesús en lo más alto del cielo con una corona dorada y vestido blanco. Sin embargo, de este Her Jesús bajó del bosque el «jesuita», con falda negra, con amplio sombrero negro. Tuve que mirar todavía muchas veces hacia allí por si algún peligro me amenazaba.
En sueños descendí a la caverna y encontré otro ser en el áureo trono, inhumano e inmundo, que miraba fijamente hacia arriba y se alimentaba de carne humana. Sólo cincuenta años después me sorprendió un párrafo de un comentario sobre ritos religiosos en que se hablaba de los motivos fundamentalmente antropológicos en el simbolismo de la eucaristía. Entonces vi claro lo poco infantil, lo maduro, incluso la excesiva madurez del pensamiento que en estos dos acontecimientos comenzaba a hacerse consciente. ¿Quién hablaba entonces en mí? ¿Qué espíritu ha imaginado este suceso? ¿Qué meditada razón se encontraba en este hecho? Ya sé que todo débil mental siente tentación de delirar por «hombres negros» y «devoradores de hombres» y por «casualidades» e «interpretaciones» ulteriores para borrar rápidamente algo incómodo que espanta y con ello no perturbar la tranquilidad familiar. Ah, estos bravos hombres virtuosos y sanos me hacen el efecto de aquellos renacuajos optimistas que en un charco de lluvia se agitan alegremente al sol, apretados unos con otros, en el más mísero de los arroyos, sin sospechar que mañana el charco estará seco.
¿Qué hablaba entonces en mí? ¿Quién pronunciaba frases de profunda problemática? ¿Quién asociaba lo superior y lo inferior y asentaba de este modo el fundamento de todo cuanto sembró toda la segunda mitad de mi vida de tempestades del más apasionado carácter?
¿Quién perturbaba la serena e inocente infancia con graves presentimientos de la vida en su plena madurez? ¿Quién sino el huésped extraño que venía de arriba y de abajo?
Con este sueño infantil fui iniciado en los secretos de la tierra. Tuvo lugar entonces, por así decirlo, una sepultura en la tierra y transcurrieron años hasta que reaparecí. Hoy sé que sucedió para introducir en la oscuridad la mayor cantidad posible de luz. Fue un tipo de iniciación en el imperio de las tinieblas. Entonces mi vida espiritual dio comienzo inconscientemente"
Bibliografía:
C. G. Jung. Recuerdos, Sueños, Pensamientos. Editorial Seix Barral.
Lisímaco Henao Henao.
Analista Junguiano.
26 de Julio de 2019