martes, 8 de marzo de 2016

Querer ser deseadas. Por Polly Young-Eisendrath.

QUERER SER DESEADAS

Por Polly Young-Eisendrath*


Hace unos diez años, mientras leía una biografía del psicoanalista francés Jacques Lacan, me encontré con algo que él había dicho sobre las mujeres y que me impactó como una verdad incómoda: las mujeres quieren ser deseadas, no ser amadas. Quería decir que las mujeres buscaban ser deseables más que ser totalmente conocidas. Lacan llegaba a esta conclusión después de muchos años de psicoanalizar y seducir a mujeres (es decir, intentaba psicoanalizar a unas mujeres y seducir a otras. Siendo un mujeriego altamente racionalista, seducía a muchas mujeres, pero dudo de que psicoanalizase a alguna con éxito). Teórico brillante a veces, Lacan fue también sexista y terriblemente arrogante, así que me pregunté si podía tomar su afirmación en serio. Sin embargo, a pesar de mi duda, la idea siguió rondándome.

Durante varios años leí muchos relatos feministas sobre el deseo femenino, pero no encontré nada tan franco y evidente como la afirmación de Lacan. Yo misma soy psicoanalista, pero también soy feminista, madre y esposa, escritora, formadora de psicoterapeutas y estudiante budista. En todos estos roles encuentro que es muy útil mantener mis oídos y mis ojos abiertos a lo no expresado, a lo no escrito y a lo inconsciente. Así pues, mientras dejaba de lado la idea de que las mujeres querían ser queridas y continuaba con mi profesión de ver a personas en sesiones de psicoterapia individual, en análisis junguiano y en terapia de parejas, en el fondo de mi mente esta idea estaba produciendo un efecto. El que las mujeres pudieran ser impulsadas por el deseo de ser deseables, en lugar de por el deseo de ser conocidas y amadas, se convirtió en la música de fondo de gran parte de lo que oía sobre el deseo femenino durante los siguientes diez años, tanto dentro como fuera de la psicoterapia.

Ahora creo que Lacan estaba básicamente en lo cierto sobre el problema del deseo femenino, pero, en lugar de considerarlo como un aspecto normal del carácter femenino, como él creía, lo veo como un mal del desarrollo de las mujeres en sociedades en las que se espera que éstas agraden a los hombres. La compulsión de ser deseadas y deseables socava la propia dirección, la autoconfianza y la autodeterminación en las mujeres desde la adolescencia hasta la vejez, en todos nuestros roles, de hija y madre, de amante y esposa, de estudiante y trabajadora o dirigente, con independencia de que el mal sea o no consciente.


Querer ser deseadas tiene que ver con encontrar nuestro poder en una imagen, en lugar de encontrarlo en nuestros propias acciones. Intentamos parecer atractivas, agradables, buenas válidas, legítimas o dignas de cualquier otra persona, en lugar de descubrir lo que sentimos y queremos realmente por nosotras mismas. En este tipo de compromiso consciente o inconsciente esperamos que otras personas provean nuestros propios sentimientos de poder, valía o vitalidad, a expensas de nuestro auténtico desarrollo. Entonces nos sentimos resentidas, frustradas y fuera de control, porque hemos sacrificado nuestros deseos y necesidades reales a los compromisos que hemos hecho con los demás. Nos descubrimos queriendo siempre ser vistas bajo una luz positiva: a madre perfecta, la amiga ideal, la amante seductora, el cuerpo esbelto o atlético, la vecina amable, la jefa competente. En lugar de conocer la verdad de quiénes somos y de lo que deseamos de nuestra vida, quedamos atrapadas en las imágenes.


Querer ser deseadas no es codependencia. No es algo que se desarrolle a partir de las necesidades o demandas de otro. Por el contrario, es un deseo de poder y control que ha sido transformado y ocultado. En lugar de aprender cómo satisfacer este deseo –el nuestro- aprendemos poco a poco, pero muy claramente, cómo satisfacer el de los demás. Esta dinámica se halla enraizada en las limitaciones sociales y psicológicas generalizadas sobre el poder femenino. Y esto porque, a pesar del feminismo, el poder femenino –la firmeza, el estatus, el mando, la influencia- no puede expresarse directamente en el hogar ni en el lugar de trabajo sin suscitar sospecha, confusión, miedo o terror. Tanto mujeres como hombres tienden todavía a vivir el poder femenino como algo exótico en el mejor de los casos y, en el peor, como algo peligroso y despreciable. Por carecer de guías claras para desarrollar nuestro poder directamente, aprendemos a ser indirectas al elaborar los compromisos emocionales basándolos en las necesidades y en los deseos de los demás y en cómo querríamos ser vistas.


El deseo de ser deseadas tampoco es una expresión de un deseo de intimidad o proximidad. En vez de ello, querer ser deseadas nos hace sentir como si no tuviéramos deseos claros por nosotras mismas. Nos centramos en cómo hacer que las cosas queden bajo control de una determinada forma, hablando de una determinada manera que insinúa nuestras necesidades. Sin embargo, nunca decimos directamente lo que queremos y puede que nunca lo sepamos en realidad. Hemos sido hasta tal punto programadas culturalmente para sintonizar con las sutilezas de si estamos o no obteniendo el “efecto deseado”, que dejamos de sintonizar con lo que realmente queremos y de ver lo fuertemente motivadas que estamos por querer ser deseadas.

Muchas veces, en sesiones psicoterapéuticas individuales y de pareja, le he preguntado directamente a una mujer: « ¿Qué quiere obtener aquí?». Y ella ha respondido: «Realmente no lo sé», o «Esto es lo que mis hijos y mi marido necesitan», o « ¿Qué piensa usted?». Si le fuerzo un poco más y le pregunto amablemente que llegue a alguna respuesta –a cualquier respuesta-, habitualmente se pone nerviosa y adopta una actitud de disculpa. O bien no sabe, o bien tiene miedo de decir lo que quiere.
 *Analista Junguiana de Vermont (E.U.).

El texto es un fragmento de su libro “La mujer y el deseo”, publicado por Editorial Kairós. Barcelona 2000