lunes, 9 de septiembre de 2013

LA PSICOPATOLOGÍA MODERNA COMO SUSTITUCIÓN DE UN MITO POR OTRO. Andrés Vásquez

Presentamos un trabajo que nos lleva a reflexionar sobre el literalismo de la consciencia colectiva actual en oposición a la naturaleza simbólica de todo lo psíquico, y el lugar de esta contradicción tanto en la vivencia diaria como en el relato psicopatológico.

El texto fue presentado por el autor como parte de los requisitos evaluativos del curso “Clinica Junguiana”, en la Universidad de Antioquia (Medellín-Colombia). El autor está terminando actualmente sus estudios de psicología en dicha universidad, con una tesis sobre la muerte, vinculando para ello historia, filosofía, literatura y psicología.


LA PSICOPATOLOGÍA MODERNA COMO SUSTITUCIÓN DE UN MITO POR OTRO
Por Andrés G. Vásquez Pérez.


La metáfora nos facilita la evasión y crea entre las cosas reales
 arrecifes imaginarios, florecimientos de islas ingrávidas[…]
Y el verdadero alivio que procura esta fuga al dominio de la imaginación,
le permite [al sujeto] “el retorno a lo real”.
Hermann Pongs; la imagen poética y lo inconsciente.

Al leer el Apunte sobre el relato de James Hillman (1990), me fue imposible evitar recordar cierto episodio jocoso que me aconteció durante la semana anterior; me hallaba sumamente ocupado, trascribiendo mis historias clínicas de los apuntes consignados en las libretas de consulta al formato digital que exige la Dirección de Bienestar; mientras lo hacía, un buen amigo mío (estudiante de filosofía) se me acerco para saludarme, y hacerme la tan usual pregunta acerca de lo que me encontraba haciendo; a lo cual, con cierta agudeza satírica, conteste: estoy escribiendo unas “literaturas clínicas”, -al decirle esto me refería a lo literario que me resultaba convertir las vivencias terapéuticas en narrativas psicológicas, en jerga psicológica, por llamarle de algún modo. Mi amigo sonríe, y me contesta con otra pregunta en idéntico tono de sátira; pregunta que si, ya que yo soy un junguiano (cosa que cree él, no yo), no consideraba adecuado que mis historias fueran consignadas de la manera más mítica y poética posible; me da el siguiente ejemplo: en vez de escribir: “el sujeto presenta un espectro considerable de trastornos del estado de ánimo”, yo debería consignar algo así como: “el Héroe-niño cabalga sobre la aridez de la conciencia, mientras ve caer tras de sí con todo su peso diabólico, mil negros crepúsculos de melancolía”; terminada su ditirámbica acotación ambos reímos de muy buena gana por un rato considerable, y lo que nos daba tanta risa, no era el pensar que una u otra opción resultara mejor que cualquiera posible, sino precisamente, que aunque la segunda tenía más poder evocativo era completamente risible imaginar que la rigidez institucional permitiera que lo protocolario quedara así consignado, también nos daba risa el hecho innegable de que ambas versiones fueran igualmente literarias, de que ambas fueran ficciones pretendiendo dar cuenta de un otro, cuyo padecer ningún relato podría abarcar a plenitud pero que, no obstante, fácilmente podría mostrar mayor afinidad psíquica con la versión segunda de redacción de historial.

Al sumergirme en el texto pensaba en los tan diversos códigos, que aunque puedan tener una misma intención comunicativa, quizá incluso plagada de nobleza y altruismo, serán validados o desmeritados en supuesta virtud a su función, teniendo por único criterio su adaptabilidad al espíritu de nuestra época, al exceso de “solidez” y racionalismo a que el mundo actual nos impele, los cuales, si hemos de ser plenamente sinceros, no parecieran estar conduciéndonos a término mejor. La bonanza de nuestra civilización no es una avanzada de lo humano sino una gradual modificación de las técnicas con que nos imponemos ante el entorno; la Razón Empírica, renovado fulgor materialista desembocando en el siglo de la tecnocracia y la domesticación del impulso vital, no es, como suele pensarse, el salto supremo hacia la humana evolución; buena prueba de ello es el estado generalizado de aprensión en que se halla nuestra cultura (el boom de lo escatológico y lo apocalíptico, la ansiedad dismórfica por mutilar nuestros cuerpos en la quirúrgica, la negación cada vez más aguda de toda posible naturalidad en el ser pensante, el vacío espiritual creciente que llenamos con narcóticos y toda suerte de exotismos esotéricos), demuestra que la técnica está lejos de ser un camino hacia la transmigración prospera de las cargas que sostienen el padecer, o hacia la extinción de las segregaciones que han engendrado nuestros conflictos bélicos más monstruosos –guerras con armas que dicha pasión por la tecnificación ha hecho considerablemente más mortíferas-, pareciéramos cabalgar en corceles cada vez más veloces hacia la teleología ominosa de la extinción, que cree correspondernos por designio de obviedad, pero que es precisamente a la que tratamos de huir al ritmo monótono de los estertores de muerte exhalados por la “maquina perfecta”. Arribamos a la era de la técnica para mejorar nuestros destinos, y estamos hallando -en formas cada vez más explicitas- que seguimos igual de confundidos que en el oscurantismo feudal, que nada nos separa del hombre primitivo, excepto el hecho de ser cada vez más cuantiosos demográficamente, y por ende cada vez más próximos a una ecología de lo insostenible, cada vez más hermanados a nuestra suprema aniquilación.

El mito que nos dio la ciencia positiva es simplemente un mito, más próspero a un saber acumulativo, aunque no por ello un mito mejor.

El gran filósofo político del barroco italiano, Giambattista Vico, nos recuerda que: «Toda metáfora es un mito en pequeño», esto implica que todo esfuerzo imaginativo, toda abstracción, toda figuración; toda sublimación y proyección de los deseos y pasiones, es en sí un intento desesperado que hacemos por asir la naturaleza del mundo (en tanto a cosa y en tanto a forma) a nuestras propias posibilidades figurativas; pues de no obrar de tal modo, seriamos aplastados por el peso de unos símbolos y unos signos que no palían este estado de indefensión, esa orfandad en que Gaya nos ha dejado, esta alienación del mundo de los objetos que es la humana asimilación de una supra-realidad, de una omnipotencia de la representación.

Es preciso que recordemos que toda la indagación que hizo Carl Jung acerca de las imágenes de la cultura se debe a que estas son la exteriorización del lenguaje del alma, que es plenamente imaginal. Las representaciones con que abarcamos nuestra realidad inmediata no nos vienen del mundo, sino que son las formas de un adentro prístino que requiere de ellas, clamando constantemente por aflorar. Si lo que ello implica se tiene en cuenta a cabalidad, sacamos rápidamente por orden silogístico que cada imagen manifiesta en el mundo humano debe dar cuenta en el sujeto individual del devenir anímico de la psique; las imágenes elegidas por el alma, tanto como la disposición en que se argumentan, deberá obedecer a la lógica que envuelve las dinámicas de la economía libidinal, repartición de cargas afectivas entre los objetos del mundo y, en este orden de ideas, también de los requerimientos del Complejo como encarnación observable del Arquetipo -que es un “molde transparente”-, al seno del proceder y el sentir de nuestra especie.  De lo anterior sacamos en limpio que dado que la imagen es un “afuera” dando cuenta de “un adentro”, un “algo” manifestando “un todo”, toda vinculación posible a la imaginería universal hacia la que se pueda concentrar la energía de un sujeto ha de ser propicia a la tramitación de su drama interno, lo que implica que leyéndole correctamente, la imagen será la prueba más certera de eso que le está ocurriendo a ese otro que acude a nosotros en la situación clínica, tanto como a ese ánthropos del hombre (en términos de Hillman); eso que ha de enseñarnos al hombre filogenético, al hombre como humanidad.

De todo saber imaginativo, de todo saber narrativo, de todo conocimiento mitológico, es posible derivar las herramientas clínicas más afines a la necesidad única que subyace tras la demanda formulada en la tramitación por vías de la palabra; ver toda patología como un mito en pequeño, podrá sernos útil en función de indagar acerca de lo que aqueja a la psique; es decir que: lo que en la actualidad llamamos psicopatología, no es la verdadera enfermedad del espíritu, el verdadero padecer, sino simplemente una de tantas posibles manifestaciones con que este pugna por hacer aparición, por ende, una ciencia psicológica cuya aplicación terapéutica ataca la consecuencia y no la causa, es una psicología en pro de la neurosis colectiva, una herramienta de cura que promueve el emerger descontrolado de la encarnación superflua de la enfermedad real que se incuba bajo esa cobertura aparente.

Si lo que se desea es estandarización y automatismo, una constricción de los hechos a la dicho por el CIE y el DSM serán ideales notorios; más si lo que se busca es aliviar el sufrimiento, hacer prosperas estas convulsiones internas de fuerzas opositas, es preciso que la psicología clínica elabore un nuevo mito de la psicopatología. En lo práctico, esto implica que para el paciente es mucho menos benéfico aprenderse el mito que la psiquiatría creó para él y su “enfermedad”, que elaborar junto al terapeuta un  mito propio, en que realmente pueda integrar las múltiples facetas de su Ser; en lo teórico, implica abordar con eficacia lo que Hillman nombra como el mito de la enfermedad mental.

La actualización de nuestros mitos mágico-animistas a mitos positivos, ha mellado considerablemente esa capacidad de representación, tan valiosa y necesaria para el pasaje  de lo desconocido al campo del “mundo real”; por ello es preciso que el clínico (o por lo menos el clínico analítico), intente ofrecer al sujeto algunos medios que compensen estas falencias consuetudinariamente adquiridas, que le acompañe en esta dificultosa elaboración  de su mito personal, de un imago rector propio mediante el cual entablar dialogo con el alma personal y la del mundo.

Es posible para Hillman curar enfermedades con la fantasía, ya que lo heteróclito en las perturbaciones es la misma rareza interna que nos sale al paso en el mito y el sueño; esta ideación errática que puede llegar hasta lo que conocemos por psicosis, no es la aflicción, sino la única forma en que su destinatario logra designarla, nos recuerda dirigiéndose a los helenos: «la fantasía equivocada y excéntrica podía ser guiada hacia una senda adecuada siempre que se frecuentaran las verdades metafóricas presentes en las imágenes del mito.» Volvemos así a la noción de este analista norteamericano de  psicopatología como un exceso de literalidad en la formulación; en oposición a esta “literalización” del alma (enfermiza de pensar en tanto a que nada en el alma es realmente literal) Hillman propone entender el relato clínico como quien escucha un cuento, dejando caer la narración, en lugar de acomodarla y esquematizarla en formas plausibles a la contemporaneidad científica, que son, como ya señalamos, algo tan desprovisto de verdad como cualquier otra narración literaria, sencillamente, un tipo más moderno de ficción; fantasía que además se halla fuertemente supeditada a los designios de la sombra del narrador, que anhela hallar el páthos en cualquier fuente que se lo facilite, reduciendo la realidad psíquica tras lo dicho por el paciente a una foránea simulación.

No obstando todo lo ya dicho, Hillman ampara la necesidad de registro, de aprender de lo pasado, y nos recuerda que no es necesario abolir la nominalización psiquiátrica de la patología, sino el estado de literalidad en que ésta cayó, es decir, no olvidar que los manuales de psiquiatría cuentan una versión del mito del padecer, una forma actual de abordar algo que siempre ha existido, mas no un a priori que tenga una conexión inequívoca con aquello que pretende designar.

Me gustaría concluir esta revisión del concepto de psicopatología entendida como un mito cambiante, aportando al tema una conclusión teórica que parte de mi indagación personal, de algunas conclusiones que han derivado de la inmersión investigativa en mi trabajo de grado. Estudiando las dinámicas a que obedecen los símbolos de la muerte en la poética, he notado que existe un notable componente de ausencia en el Ser, una grave atracción hacia ciertas formas del mundo que proviene de una falencia con  su propia fuerza de atracción, algo relacionado con lo que los existencialistas llaman Angustia, lo que el materialismo crítico llama Alienación, lo que el psicoanálisis lacaniano nombra La Falta (el placer fantasmático, lo hueco en el Falo), podría equiparase en los junguianos a esta ominosa literalidad. Bien sabemos –y cabe resaltar- que Carl Gustav Jung no creía en el ser en falta (el cual era para él producto de lo que llamaba neurosis Kierkegaardiana), para Jung el hombre se hallaba en plenitud espiritual, y sólo debía tramitar esta plenitud en el Sí-mismo, con el fin de llegar a experimentarla; no obstante esta aparente diferencia no parece residir más que en la conceptualización; recordamos a Platón en el Banquete cuando nos dice que Eros no es un dios pues, de serlo, estaría pleno de amor y belleza, y de estar pleno de tales atributos no los buscaría el enamorado en su acto de amor; sólo se busca aquello que NO se posee, así que si el Ser tiene por camino natural la búsqueda de la individuación, ésta se busca precisamente porque in illo tempore aún no se consigue, así que la falta se nos hace inevitable, independientemente de que acudamos a una u otra noción teórica; aunque pensemos lo que dice Jung (que no nos falta nada, sino que todo está allí esperando por integrarse), la falta sería esta integración de opósitos como posibilidad aun no agotada;  Hillman parece recordárnoslo al decir:  el arquetipo es una aflicción; nos hace sufrir., ya que si pensamos en el trasfondo de dicha afirmación llegamos a que la vida simbólica tiene un alto componente  de blancura, a que el arquetipo, por más nexo a lo primitivo que pueda representar lo simbólico, sigue siendo una forma hueca, una representación de algo que no está, y que es preciso buscar en el mundo con fines de asimilación.

Elaborar el cuento que es cada ser humano implica llenar con metáfora ese nódulo en falta; cuando el analista pide al consultante que narre su asunto, que haga imagen lo que hasta ahora fue sensación, le está pidiendo que integre lo irredimible, y sólo mezclando estas fuerzas contrarias se logra la mismidad, la aparente sensación de plenitud que suele ser llamada trascendencia por las religiones, pero que yo me limito a llamar cesación momentánea del dolor.  

Bibliografía
Varios autores (1990). Recuperar el niño interior. Jeremiah Abrams (Compilador). Ed. Kairós. Barcelona.