jueves, 11 de agosto de 2022

LA VIRGEN. Por Esther Harding

Esther Harding fue una de las primeras analistas formadas por C. G. Jung, la primera analista junguiana en los Estados Unidos y fundadora del Club de Psicología Analítica de Nueva York. Conocemos en castellano su excelente obra "Los Misterios de la mujer. Simbología de la luna", de Ediciones Obelisco. En esta fotografía se le puede ver en medio de dos brillantes colegas, Barbara Hannah (Izq) y M.L. von Franz (Der). 


El trabajo que presentamos se encuentra en la compilación de Ed. Kairós titulada "Espejos del Yo" (Traducción errónea sobre la que hemos llamado la atención. Su título original es "Espejos del Self"). 

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La Gran Madre siempre se representa como Virgen, a pesar de que tiene muchos amantes y es madre de muchos hijos, o de un único hijo que muere para nacer una y otra vez, año tras año. El término «virgen» necesita cierta investigación; obviamente, con su moderna connotación de casta e inocente, no puede aplicarse a la Magna Mater, a menos que admitamos que permanece milagrosamente virgen a pesar de experiencias que impedirían aplicar el término. Frazer, sin embargo, tiene una afirmación esclarecedora sobre este punto: «La palabra griega parthenos, que corrientemente traducimos por virgen, aplicada a Artemisa no designa más que una mujer no casada, y al principio ambas cosas no eran de ningún modo lo mismo… no había culto público de Artemisa la Casta; en la medida en que sus títulos sagrados tienen que ver con la relación entre los sexos, muestran que, por el contrario, como Diana en Italia, estaba especialmente interesada en la pérdida de la virginidad y el dar a luz... Sin embargo, lo que mejor muestra el verdadero carácter de Artemisa como diosa de la fecundidad, que no del matrimonio, es su constante identificación con las diosas asiáticas solteras, que no castas, del amor y la fertilidad, a las que se rendía culto con ritos de notable libertinaje en sus santuarios populares» [1] En una nota al pie Frazer comenta la línea de Isaías «y una virgen tendrá un niño», y dice que la palabra hebrea aquí vertida como «virgen» no significa otra cosa que «mujer joven», y que «una traducción correcta habría evitado la necesidad del milagro». De todos modos, este comentario no acaba de explicar el punto difícil, pues sea lo que sea lo que quisiera decir el profeta Isaías, sabemos que la Virgen María fue venerada por la iglesia medieval, y sigue siendo venerada hoy por los católicos, como virgen en nuestro sentido moderno de la palabra, aunque la tradición reconoce que tuvo hijos carnales con José después del nacimiento virgen de su Hijo Primogénito, y también es aclamada en himnos latinos como esposa a la vez que madre de su Hijo. Estas cosas constituirían una contradicción flagrante o requerirían un milagro imposible si hubieran de tomarse al pie de la letra. En cambio, si reconocemos los conceptos religiosos como signos e interpretamos psicológicamente estas contradicciones, nos damos cuenta de que el término «virginidad» debe referirse a una cualidad, a un estado subjetivo, una actitud psicológica, no a un hecho físico o externo. Cuando se aplica a la Virgen María o a las diosas vírgenes de otras religiones, no puede emplearse como si designara una situación de hecho, ya que esta virginidad se mantiene de modo inexplicable a pesar de la experiencia sexual, el dar a luz y el envejecimiento.

Briffault da una pista para entender este enigma. «La palabra virgen», escribe, desde luego, se usa en esos títulos en su sentido primitivo que denota «soltera», y se refiere a todo lo contrario de lo que el término ha llegado a implicar. A la virgen Ishtar también se la llama frecuentemente «La Prostituta», y ella misma dice: «una prostituta compasiva soy». Ella lleva el «posin», el velo que, como entre los judíos, era el signo tanto de las «vírgenes» como de las prostitutas. Las hieródulas, o prostitutas sagradas de los templos, también eran llamadas «las vírgenes santas»... Los niños nacidos fuera del matrimonio eran llamados «part-henioi», «nacidos de virgen». La propia palabra «virgen» no tiene, estrictamente hablando, el significado que nosotros le damos; la expresión latina correspondiente a ella no sería «virgo», sino «virgo intacta». La propia Afrodita era una Virgen.[2]


La diosa madre esquimal tiene las mismas características de virginidad en el sentido antiguo del término. Los esquimales la llaman «la que no tendrá marido». También se dice que Démeter «aborreció el matrimonio». No presidía el matrimonio sino el divorcio. La santa virgen china, Shing-Moo, la Gran Madre, concibió y dio a luz a su hijo siendo virgen. Se la venera como modelo de pureza; su concepción del Niño Sagrado se considera que fue inmaculada, pero su antiguo carácter se revela en el hecho de que es la patrona de las prostitutas.

Así pues, el término virgen, cuando se aplica a las antiguas diosas, tiene claramente un significado que no es el de hoy. Puede aplicarse a una mujer que ha tenido mucha experiencia sexual; puede incluso aplicarse a una prostituta. Su significado real lo hallamos en su uso como contrario de «casada».

En tiempos primitivos una mujer casada era propiedad de su marido, a menudo comprada por un precio considerable a su padre. La idea básica que subyace a esta costumbre todavía perdura hasta cierto punto entre nosotros. En la época de los «matrimonios arreglados» y «matrimonios de conveniencia», la idea de que la mujer era una posesión adquirida puede atisbarse tras las negociaciones decorosas, y la costumbre de «entregar» a la novia recuerda el mismo concepto psicológico subyacente, es decir, que la mujer no es su propia dueña sino una propiedad de su padre, que la transfiere como propiedad al marido.

Bajo nuestro sistema patriarcal occidental, la muchacha soltera pertenece a su padre, pero en tiempos más antiguos, y todavía en algunas comunidades primitivas, era su propia dueña hasta que se casaba. El derecho a disponer de su propia persona hasta casarse forma parte del concepto primitivo de libertad. Hay muchas pruebas que muestran el notable cuidado que se tenía de las chicas jóvenes en sociedades primitivas, tanto dentro como fuera de la tribu; se las protege, por ejemplo, contra la violencia y especialmente del «incesto» con sus «hermanos de clan», pero con hombres de un clan con el que se les permite casarse, ellas pueden seguir sus propios deseos. Esta libertad de acción implica el derecho a rechazar y a aceptar relaciones íntimas. La muchacha pertenece a sí misma mientras es virgen -soltera- y no se la puede obligar ni a mantener la castidad ni a entregarse a quien ella no desee.

En tanto que virgen pertenece únicamente a sí misma, es «una-en-sí-misma». Gauguin señala esta característica de las mujeres tahitianas en su libro Noa Noa. A él le resultó extraño. Explica cómo toda mujer se entregaba a un desconocido si le atraía, pero en realidad no se entregaba a él sino a su propio instinto, de modo que una vez acabada la relación continuaba siendo una-en-sí-misma. No dependía del hombre, no se aferraba a él ni exigía que la relación fuese permanente. Continuaba siendo dueña de sí misma, virgen en el sentido antiguo y original de la palabra.

En este sentido las diosas lunares pueden llamarse adecuadamente vírgenes. La virginidad como cualidad es, de hecho, característica de ellas. No lo es de otras diosas de religiones antiguas y primitivas, que no son una-en-sí-misma. No tienen una existencia separada y propia, sino que sólo existen como esposas o contraparti-das de los dioses de los que derivan su poder y prestigio. La diosa tiene el mismo nombre que el dios, los mismos atributos y poderes, o acaso tiene la versión femenina de las cualidades masculinas del dios. Forman un par que sólo se diferencia en el sexo. La diosa es mera pareja del dios como la mujer lo era del hombre. Incluso su nombre carecía de importancia. Se la designaba meramente con la forma femenina del nombre del dios. Por ejemplo la esposa de Fauno era Fauna; Dione era el femenino de Zeus, y Agnazi de Agni; Nut correspondía a Nu, y Hehut a Hehu.

Incluso los dioses primitivos del cielo y la tierra formaban un par unido en matrimonio, los señores Cielo y Tierra.

Las diosas que existen de este modo, como contrapartida de los dioses, son distintas. Representan el ideal de la mujer casada y personifican ese aspecto de la naturaleza femenina que es dependiente y gusta de aferrarse al hombre. Deifican las virtudes domésticas de la esposa, que sólo se preocupa de los intereses del marido y los hijos.

Este es el ideal que traslucen expresiones como «seréis una sola carne». También es el arquetipo que subyace al relato de la creación de Eva a partir de la costilla de Adán. En semejante situación la «entidad» o unidad es la pareja, el matrimonio, la familia. Los miembros que constituyen esta unidad no tienen una existencia separada o completa, ni tienen un carácter o una personalidad propios, diferenciados y completos. Pues en ese matrimonio el hombre representa la parte masculina de la entidad y la mujer la parte femenina. La psique misma, sin embargo, es ambas cosas, masculina y femenina. Cada ser humano contiene en sí mismo potencialidades en ambas direcciones. Si no acepta ambos aspectos y no los desarrolla y disciplina en su interior, será sólo media persona, no podrá tener una personalidad completa. Cuando dos personas forman un matrimonio complementario, donde todo lo masculino está en el hombre y todo lo femenino en la mujer, cada uno será unilateral; el lado no vivido de la psique, al ser inconsciente, se proyecta sobre la pareja. Esta situación puede funcionar mientras ambos vivan y se entiendan bien. Pero cuando uno muera el otro se encontrará con una grave pérdida y, acaso entonces, cuando quizá ya sea demasiado tarde, comprenderá lo limitada y unilateral que ha sido su vida.

En la sociedad patriarcal occidental, durante muchos siglos al hombre le correspondió ser dominante y superior, mientras que la mujer era relegada a una posición de dependencia e inferioridad. A consecuencia de ello, el principio femenino no ha sido adecuadamente reconocido ni apreciado en nuestra cultura. Y aún hoy, cuando las manifestaciones externas de esta unilateralidad han sufrido cambios considerables, los efectos psicológicos perduran y tanto hombres como mujeres tienen una psique mutilada en vez de plena. Tal situación está representada por la diosa que es la contrapartida del dios masculino y nada más.

La relación de la Madre Luna con el dios asociado a ella es totalmente distinta. Ella es una diosa de amor sexual pero no de matrimonio. No hay dios masculino que como marido gobierne su conducta ni determine sus cualidades. En cambio, es madre de un hijo al que controla. Cuando él crece se convierte en su amante y entonces muere, para volver a nacer como hijo. La Diosa Luna pertenece a un sistema matriarcal, no a uno patriarcal. No se relaciona con ningún dios, como esposa o «contrapartida». Es su propia dueña, virgen, una-en-sí-misma. Las características de estas diosas grandes y poderosas no reflejan las de ninguno de los dioses masculinos, ni representan la contrapartida femenina de características originalmente masculinas. Sus historias son independientes, y sus funciones, sus insignias y sus ritos pertenecen sólo a sí mismas, pues representan la esencia de lo femenino en su más agudo contraste con la esencia de la masculinidad.


REFERENCIAS:

1. J. G. Frazer, The Golden Bough, parte 1, vol. 1 (Nueva York: Macmillan, 1917), pp. 36, 37. (existe traducción al castellano. Publicada como "La Rama dorada")

2. Robert Briffault, The Mothers, vol. 3 (Londres: George Allen & Unwin, 1927), pp. 169-170.