miércoles, 7 de septiembre de 2011

Los dones de la depresión. Thomas Moore

En un artículo transcrito anteriormente (ver), James Hillman veía en la imagen de Saturno los diferentes rostros del Senex (el arquetipo del anciano), incluyendo su carácter gris y su relación con la muerte. En “Los dones de la depresión” Thomas Moore va a guiarnos a través de las imágenes saturninas de la depresión, invitándonos no sólo a padecer su psicopatología, sino a imaginar su dinámica, su movimiento y su dirección.

Ilustramos con algunas imágenes del trabajo pictórico del romanticismo europeo, que ya Rafael López-Pedraza interpretara como un intento de compensación del sobredesarrollado caracter iluminista de la modernidad, mediante un marcado interés por lo sombrío, lo subterráneo, lo freak y la mortal (nos referimos a su Hermes y sus hijos especialmente).
Acerca del autor:
Thomas Moore es psicoterapeuta y ha escrito numerosos artículos y libros sobre psicología junguiana. Resalta siempre su interés por un acercamiento real al padecer gracias a una rica técnica imaginal. Algunos de los libros traducidos al castellano son: El cuidado del alma, El cuidado del alma 2, un trabajo con alma y Las noches oscuras del alma.

(El artículo corresponde al capítulo 7 de El cuidado del alma. Ediciones Urano, Barcelona 1993)

Los dones de la depresión
Thomas Moore
 El alma se presenta en diversos colores, incluyendo todos los matices del gris, el azul y el negro. Para cuidar el alma debemos observar toda la variedad de su colorido, y resistirnos a la tentación de aprobar solamente el blanco, el rojo y el anaranjado… los colores brillantes. La “brillante” idea de colorear las viejas películas en blanco y negro concuerda con el rechazo, generalizado en nuestra cultura, de lo oscuro y lo gris. En una sociedad que se defiende contra el sentimiento trágico de la vida, se presenta la depresión como un enemigo, como una enfermedad irredimible; y sin embargo, en una sociedad como ésta, consagrada a la luz, la depresión adquiere, en compensación, una fuerza excepcional.
El cuidado del alma nos exige que apreciemos esta manera que tiene de presentarse. Es probable que, enfrentados con la depresión, nos preguntemos: “¿Qué hace aquí? ¿Acaso desempeña algún papel necesario?”. Especialmente cuando nos enfrentamos con la depresión, un estado anímico afín con nuestros sentimientos de mortalidad, debemos guardarnos de la negación de la muerte, en la que tan fáci8l es deslizarse. Más aún, es probable que hayamos de desarrollar un gusto 0por este estado anímico, un respeto positivo por el lugar que le cabe en los ciclos del alma.
Hay pensamientos y sentimientos que parecen emerger solamente en un estado anímico sombrío. Si lo suprimimos, suprimiremos también esas ideas y reflexiones. La depresión puede ser un canal tan importante para los sentimientos  “negativos” valiosos como pueden serlo las expresiones de afecto para las emociones del amor. Los sentimientos amorosos dan origen naturalmente a gestos de afecto. De la misma manera, el vacío y la grisura de la depresión movilizan una forma de conciencia y una expresión de los pensamientos que de otra manera permanecen ocultas bajo la pantalla de estados anímicos más alegres. A veces una persona llega a una sesión de terapia con ánimo sombrío y dice: “Hoy no debería haber venido. La semana que viene me sentiré mejor, y entonces podremos seguir”. Pero yo me alegro de que haya venido porque juntos oiremos sus pensamientos y percibiremos su alma de una manera que no es posible en los estados de ánimo alegres. La melancolía proporciona al alma una oportunidad de expresar un aspecto de su naturaleza que e3s tan válido como cualquier otro, pero que ocultamos a causa del disgusto que nos causan su oscuridad y su amargura.


El hijo de Saturno
En la actualidad parece que preferimos habla de “depresión” más bien que de “tristeza” o de “melancolía”. Tal vez la forma latina suene más clínica y más seria, pero hubo una época, hace quinientos o seiscientos años, en que se identificaba la melancolía con el dios romano Saturno. Estar deprimido era estar “en Saturno”, y a quien estaba crónicamente predispuesto a la melancolía se lo llamaba “hijo de Saturno”. Como se identificaba la depresión con este dios y con el planeta que lleva su nombre, se la asociaba también con las otras características de Saturno. Por ejemplo, a éste se lo conocía como el “anciano”, que presidía la edad de oro. Cada vez que hablamos de los “años dorados” o de los “buenos tiempos de antaño”, estamos invocando a Saturno, que es el dios del pasado. La persona deprimida cree a veces que los buenos tiempos pertenecen al pasado, que ya no queda nada para el presente o el futuro. Estos pensamientos melancólicos están profundamente arraigados en la preferencia de Saturno por los días pasados, por el recuerdo y por la sensación de la fugacidad del tiempo. Tristes como son, estos pensamientos y sentimientos favorecen el deseo del alma de estar a la vez en el tiempo y en la eternidad, y así, de una manera extraña, pueden ser placenteros.
A veces asociamos la depresión con el hecho de envejecer, pero más exactamente se refiere a la maduración del alma. Saturno no sólo nos trae un afecto por los “buenos tiempos de antaño”, sino que también sugiere la idea, más sustancial de que la vida sigue adelante: nos hacemos más viejos, tenemos más experiencia, quizá somos incluso más sabios. A partir de los treinta y cinco años, más o menos, suele suceder que alguien, en una conversación, de repente hace referencia a algo que pasó veinte años atrás y se detiene, entre sorprendido y asustado:
-          ¡Jamás había dicho eso antes! Veinte años… Me estoy haciendo viejo.
Este es el don de Saturno, el de la edad y la experiencia. Tras haberse sentido identificada con la juventud, el alma asume ahora las importantes cualidades de la edad, que son positivas y provechosas. Si se niega la edad, el alma se pierde en un inadecuado aferramiento a la juventud.
La depresión concede el don de la experiencia no como un hecho literal, sino como una actitud hacia uno mismo. Se tiene la sensación de haber sobrevivido a algo, de ser mayor y más sabio. Se sabe que la vida es sufrimiento, y este conocimiento es importante. Ya no se puede seguir disfrutando de la bulliciosa y despreocupada inocencia de la juventud, y darse cuenta de ello trae consigo tristeza por la pérdida, pero también el placer de un nuevo sentimiento de autoaceptación y de conocimiento de uno mismo. Esta percepción consciente de la edad está rodeada de un halo de melancolía, pero también le es conferido un cierto grado de nobleza.
Naturalmente, esa incursión de Saturno que llamamos depresión genera resistencia. Es difícil desprenderse de la juventud, porque es una liberación que exige el reconocimiento de la muerte. Sospecho que quienes opten por la eterna juventud se estarán buscando sus buenos ataques de depresión. Cuando tratamos de retrasar el homenaje que debemos a Saturno, lo invitamos a que nos haga una visita personal. Entonces la depresión saturnina imprime su color, su profundidad y su sustancia al alma que, por una razón u otra, se ha entretenido largo tiempo con la juventud.  Saturno madura y envejece naturalmente a una persona, del mismo modo que la temperatura, los vientos y el tiempo desgastan los graneros. En Saturno, la reflexión se profundiza, los pensamientos abarcan un tiempo más largo, y los acontecimientos de una larga vida se van destilando hasta condensarse en un sentimiento de la propia naturaleza esencial.
En los textos tradicionales se caracteriza a Saturno como frío y distante, pero tiene también otros atributos. Los libros de medicina lo llamaban el dios de la sabiduría y de la reflexión filosófica. En una carta a Giovanni Cavalcanti, conocido estadista y poeta, Ficino se refiere a Saturno como “un dios único y divino”. A finales del siglo XV, Ficino escribió un libro en que advertía, particularmente a los eruditos y a la gente estudiosa, que tuvieran cuidado de no dar demasiada acogida a Saturno dentro de su alma; debido a sus ocupaciones sedentarias, los eruditos pueden llegar a deprimirse gravemente, decía, y entonces necesitarán encontrar maneras de contrarrestar esos estados anímicos sombríos. Pero también se podría escribir otro libro sobre los peligros de vivir sin estudio ni especulación, y sin reflexionar sobre la vid. Los estados de ánimo que propicia Saturno pueden ser peligrosos porque son oscuros, pero su contribución a la economía del alma es indispensable. Si usted deja que su depresión lo visite, sentirá el cambio en el cuerpo, en los músculos y en el rostro como un alivio de la carga del entusiasmo juvenil y de la “insoportable levedad del ser”.
Tal vez pudiéramos apreciar más el papel que tiene la depresión en la economía del alma si fuéramos capaces de prescindir de las connotaciones negativas de esta palabra. ¿Y si la depresión fuera simplemente un estado del ser, ni bueno ni malo, algo que el alma hace cuando le parece bien y por sus propias y buenas razones? ¿Y si fuera simplemente uno de los planetas que giran alrededor del sol? Una ventaja de usar la imagen tradicional de Saturno en vez del término clínico “depresión” es que podemos ver la melancolía más bien como una manera válida de ser que como un problema que es necesario arrancar de raíz. La madurez destaca los aromas y sabores de una personalidad. El individuo emerge con el tiempo, tal como crece y madura la fruta. En la visión del Renacimiento, la depresión, la maduración y la individualidad van juntas: la tristeza de envejecer forma parte del proceso de convertirse en individuo. Los pensamientos melancólicos van tallando un espacio interior donde la sabiduría puede instalar su residencia.
A Saturno también se lo identificaba tradicionalmente con el plomo, que proporciona peso y densidad al alma, permitiendo que los elementos ligeros, llenos de aire, tomen cuerpo. En este sentido, la depresión es un proceso que favorece una valiosa coagulación de pensamientos y emociones. A medida que envejecemos, nuestras ideas, antes ligeras, desordenadas y sin relación entre sí, se van reuniendo más densamente para formar unos valores y una filosofía que dan sustancia y firmeza a nuestra vida.
Debido a su doloroso vacío, suele ser tentador buscar una forma de salir de la depresión. Pero penetrar en el estado de ánimo y los pensamientos que la caracteriza puede ser profundamente satisfactorio. A veces se describe la depresión como un estado en el que no hay ideas… nada a lo cual aferrarse. Pero tal vez tengamos que ampliar nuestra visión y advertir que el sentimiento de vacío, la pérdida de los puntos de referencia familiares y de las estructuras vitales y la desaparición del entusiasmo son elementos que, aunque parezcan negativos, pueden ser apropiados, y que es posible usarlos para aportar una nueva imaginación a la vida.
Cuando, como profesionales o como amigos, observamos la depresión y nos enfrentamos al reto de encontrar una manera de ayudar a otras personas afrontarla, podríamos abandonar la idea monoteísta de que la vida siempre tiene que ser alegre, y dejarnos instruir por la melancolía. Podríamos aprender de sus cualidades y seguir su liderazgo, volviéndonos más pacientes en presencia de ella, disminuyendo expectativas exageradas, adoptando una actitud de vigilancia a medida que esta alma con una total seriedad y con gravedad su destino.  En nuestra amistad, podríamos ofrecerle un receptáculo, un lugar de aceptación. Es cierto que a veces la depresión, como cualquier otra emoción, puede trascender los límites habituales y convertirse en una verdadera enfermedad. Pero también en los casos extremos, incluso en medio de intensos tratamientos, podemos seguir buscando a Saturno en el centro de la depresión, y encontrar maneras de favorecerlo.
La depresión va acompañada de un gran angustia: el temor de que jamás terminara, de que la vida nunca volverá a ser alegre y activa. Este es uno de los sentimientos que forman parte de la pauta: la sensación de estar atrapado, inmovilizado para siempre en los remotos lugares que frecuenta Saturno. En mi práctica profesional, cada vez que me encuentro con este miedo reconozco el estilo de Saturno, una de las maneras de funcionar del alma, que se siente constreñida, sin tener a dónde ir. Tradicionalmente, hay un tema inevitable en los estados de ánimo Saturninos, una ansiedad que parece disminuir cuando dejamos de luchar con los elementos Saturninos de la depresión e intentamos en cambio aprender de ella y tomar algunas de sus sombrías cualidades como aspectos de la personalidad.


Las insinuaciones de la muerte
Saturno es también el cegador, el dios de la cosecha, del tiempo que se acaba y de su festival, los saturnales; de acuerdo con ello, los períodos de depresión pueden estar impregnados de imágenes de muerte. A veces, personas de todas las edades dicen, llevadas por su depresión, que su vida está acabada, que sus esperanzas para el futuro han demostrado no tener base alguna. Están desilusionadas porque los valores y criterios por los que se han regido durante años de pronto ya no tienen sentido. Las verdades más queridas se hunden en la tierra negra de Saturno como el rastrojo en la época de la cosecha.
El cuidado del alma exige que se acepte toda esta muerte. La tentación es defender hasta el último momento nuestras ideas comunes sobre la vida, pero puede ser necesario que finalmente renunciemos a ellas para introducirnos en el movimiento de la muerte. Si el síntoma se percibe como la sensación de que la vida ha terminado y de nada sirve continuar, entonces una manera afirmativa de abordar este sentimiento podría ser ceder consciente y hábilmente a las emociones y pensamientos de conclusión que la depresión ha movilizado. Nicolás de cusa, ciertamente uno de los teólogos más profundos del renacimiento, nos cuenta cómo viajando en un barco comprendió súbitamente en una especie de visión, que debemos reconocer nuestra ignorancia de las cosas más profundas. Descubrir  que no sabemos quién es Dios ni qué es la vida, del sentido y el valor de nuestra vida. He aquí un punto de partida sorprendente para llegar a una clase de conocimiento más firma y abierto, que jamás se encierra en opiniones fijas. Valiéndose de sus metáforas favoritas, tomadas de la geometría Nicolás de Cusa dice que si al conocimiento pleno de la base misma de nuestra existencia se lo pudiera describir como un círculo, lo mejor que podemos hacer es llegar a un polígono, es decir, a algo que se aproxima pero que no llega a ser un conocimiento seguro.
El vacío y la disolución del significado que con frecuencia se hallan presentes en la depresión demuestran hasta qué punto podemos apegarnos a nuestra manera de entender y de explicarnos la vida. Nuestra filosofía y nuestros valores personales a menudo dan la impresión de ser paquetes demasiado bien atados, que dejan poco margen para el misterio. Entonces viene la depresión y nos rompe el esquema. Los antiguos se imaginaban a Saturno como el más remoto de los planetas, extraño y maravilloso en la lejanía del espacio helado y vacío. La depresión agujerea nuestras teorías y suposiciones, pero incluso este doloroso proceso merece respeto por ser un fuente, necesaria y valiosa, de sanación.
Esta verdad saturnina es la que evoca Oscar Wilde, quien –pese a todo el énfasis que puso en la plenitud del estilo como preocupación central de la vida- sabía lo importante que es vaciarse. Desde la celda de la prisión con que lo castigaron porque amaba a un hombre, escribió su extraordinaria carta “De profundis”, en la que dice: “el misterio final es uno mismo. Cuando se ha pesado al Sol en la balanza, y medido los pasos de la Luna, y trazado estrella por estrella el mapa de los siete cielos, aún sigue quedando uno mismo. ¿Quién puede calcular la órbita de su propia alma?”. Es probable que tengamos que aprender, como hizo Nicolás de Cusa, esta verdad: que no podemos calcular (obsérvese la imagen matemática) la órbita de nuestra propia alma. Quizás este género peculiar de educación –el aprendizaje de nuestros límites- no sea solamente un esfuerzo consciente; tal vez nos sobrevenga como un fascinante ánimo depresivo, que por lo menos momentáneamente haga desaparecer nuestra felicidad y nos remita a evaluaciones fundamentales de nuestros conocimientos, nuestras suposiciones y los objetivos de nuestra existencia.
En los textos antiguos se solía tachar a Saturno de “ponzoñoso”. El encomiar algunos efectos positivos de los estados de ánimo saturninos, no quiero pasar por alto el terrible dolor que pueden causar. Por otro lado, las formas menores de la melancolía no son las únicas que ofrecen sus dones al alma; también los accesos profundos y duraderos de depresión aguda pueden clarificar y reestructurar los credos en nombre de los cuales hemos vivido. Entre los “hijos de Saturno” se incluía tradicionalmente a los carpinteros, a quienes se muestra en algunos dibujos poniendo los cimientos y construyendo la estructura de las casas nuevas. En nuestra melancolía puede estar haciéndose una construcción interior que va despejando lo viejo y fortaleciendo lo nuevo. De hecho, con frecuencia los sueños nos presentan edificios y estructuras en proceso de construcción, lo que sugiere una vez más que el alma se hace: es producto del trabajo y del esfuerzo inventivo. Freud señaló que durante los accesos de melancolía la vida exterior puede dar una impresión de vacío, pero que al mismo tiempo se puede estar produciendo, y a toda velocidad, un trabajo interior.

Llegar a un acuerdo con la depresión
En lenguaje junguiano se puede considerar a Saturno como una figura del animus, una parte profunda de la psique que arraiga ideas y abstracciones en el alma. Muchas personas son fuertes en anima: llenas de imaginación, próximas a la vida, empáticas y conectadas con la gente que las rodea. Pero esas mismas personas pueden tener dificultades para tomar, con respecto del compromiso emocional, la distancia necesaria para ver qué es lo que está sucediendo y para relacionar sus experiencias vitales con sus ideas y valores. Su experiencia es “húmeda”, para expresarlo con otra antigua metáfora sobre el alma, debido a su gran inmersión emocional en la vida, de modo que una excursión por las remotas regiones del frío y la sequedad de Saturno podría ser muy beneficiosa para ellas.
Esta sequedad puede separar la conciencia de las húmedas emociones características de un íntimo compromiso con la vida. Es la evolución que vemos en los ancianos que reflexionan sobre su pasado concierta distancia y objetividad. En realidad, el punto de vista de Saturno puede ser a veces bastante despiadado, e incluso cruel. En la melancólica obra de Samuel Beckett  La última cinta de Krapp, encontramos una imagen humorística y mordaz de la reflexión saturnina. Krapp, el protagonista, ha ido grabando una serie de cintas a lo largo de su vida, y escucha con considerable tristeza sus voces del pasado. Después de escuchar una de las cintas, se sienta a grabar otra: “Al estar oyendo a este estúpido hijo de puta a quien hace treinta años tomaba por mí mismo, se me hace difícil creer que alguna vez haya sido tan malo. De todas maneras, gracias a Dios eso se ha acabado”.
Estas pocas líneas revelan una distancia entre el pasado y el presente, además de una visión más desapasionada y una deconstrucción de los valores. En la mayoría de las obras de Beckett, los personajes expresan su depresión y su desesperanza, su incapacidad para encontrar el menor resto de anteriores significados; sin embargo, ofrecen también una imagen de la noble locura que forma parte de una vida hasta tal punto acribillada por el vacío. En la absoluta tristeza de estos personajes podemos captar un misterio de la condición humana. No es una aberración literal, aunque pueda sentirse así, descubrir súbitamente que el significado y el valor desaparecen, y quedarse abrumado por la necesidad de retirarse y por la vagas emociones de la desesperanza. Estos sentimientos tienen un lugar y efectúan una especie de magia en el alma.
Krapp, apellido que sugiere la desvalorización de la vida humana que produce la depresión (la palabra permite una fácil asociación con el inglés crap “mierda”), demuestra que no se ha de tomar el frío remordimiento y el implacable juicio de uno mismo como síndromes clínicos, sino como una locura necesaria en la vida humana, que de hecho hace algo por el alma. La psicología profesional puede considerar la autocrítica de Krapp como una forma de masoquismo neurótico, pero Beckett muestra que incluso en su fealdad y su locura tiene una especie de sentido.
Krapp, que oye sus cintas y masculla maldiciones, es también una imagen de nosotros mismos cuando, en un proceso de destilación, damos vuelta mentalmente, una y otra vez, a nuestros recuerdos. Con el tiempo, de esta reducción saturnina emerge algo esencial: el oro en el cieno. A Saturno se lo llamaba a veces el sol niger, el sol negro. En su oscuridad se ha de encontrar un brillo precioso, nuestra naturaleza esencial que, destilada por la depresión, es quizás el mayor de los dones de la melancolía.
Si persistimos en nuestra manera moderna de tratar la depresión como una enfermedad que se ha de curar por medios mecánicos y químicos, es probable que nos perdamos los dones del alma que sólo la depresión puede proporcionar. En particular, la tradición enseñaba que Saturno fija, oscurece, concreta y consolida todo aquella que esté en contacto con él. Si nos libramos de los estados anímicos saturninos, es probable que nos resulte agotador el intento de mantener la vida brillante y cálida a toda costa. Hasta puede ser que nos veamos entonces más abrumados por la creciente melancolía invocada por la represión de Saturno, y que perdamos la agudeza y la sustancia de la identidad que Saturno otorga al alma. Dicho de otra manera, los síntomas de una pérdida de Saturno pueden incluir un débil sentimiento de identidad, la imposibilidad de tomarse en serio la propia vida y un malestar o aburrimiento general que es un pálido reflejo de los profundos y sombríos estados anímicos saturninos.
Saturno localiza la identidad en la profundidad del alma, y no en la superficie de la personalidad. Se siente la identidad con la propia alma que encuentra su peso y su medida. Sabemos quiénes somos porque hemos descubierto el material de que estamos hechos, y que ha sido tamizado por el pensamiento depresivo, “reducido” –en el sentido químico- a la esencia. Meses o años de estar centrado en la muerte han dejado un espectral residuo blanco que es el “yo” [1], seco y esencial.
El cuidado del alma requiere un cultivo de ese mundo más vasto que representa la depresión. Cuando hablamos clínicamente de depresión, pensamos en un estado emocional o una conducta, pero cuando nos imaginamos la depresión como una visita de Saturno, entonces se hacen visibles las múltiples cualidades de su mundo: la necesidad de aislamiento, la coagulación de la fantasía, la destilación de la memoria y la acomodación con la muerte, por no nombrar más que algunas.
Para el alma, la depresión es una iniciación, un rito de pasaje. Si pensamos que la depresión, tan vacía y opaca, está despojada de imaginación, es probable que pasemos por alto sus aspectos iniciáticos. Quizás nos estemos imaginando la imaginación misma desde un punto de vista ajeno a Saturno; el vacío puede estar lleno de sentimiento, de imágenes de catarsis y de emociones de pesadumbre y pérdida. En cuanto matiz del estado anímico, el gris puede ser tan interesante y tan rico como lo es en la fotografía en blanco y negro.
Si convertimos la depresión en algo patológico y lo tratamos como un síndrome que es preciso curar, entonces a las emociones saturninas no les queda otro lugar adonde ir que el comportamiento y la acción. Una alternativa sería, cuando Saturno llama a la puerta, invitarlo a entrar y darle un lugar apropiado para estar. Algunos jardines renacentistas tenían una glorieta dedicada a Saturno: un lugar oscuro, sombreado y apartado donde una persona podría retirarse y ponerse la máscara de la depresión sin miedo de que la molestaran. Podríamos tomar este tipo de jardines como modelo para nuestra actitud y nuestra manera de tratar con la depresión. A veces la gente necesita retraerse y mostrar su frialdad. Como amigos y consejeros podemos brindar el espacio emocional necesario para tales sentimientos, sin tratar de cambiarlos ni de interpretarlos. Y como sociedad, podríamos dar cabida a Saturno en nuestros edificios. Una casa o un edificio comercial bien podrían tener una habitación o incluso un jardín donde una persona pudiera retirarse para meditar, pensar o, simplemente, quedarse sentada a solas. Parece que la arquitectura moderna, cuando intenta tener en cuenta el alma, tendiera a favorecer las formas circulares o cuadradas donde se reúne con la comunidad. Pero la fuerza de la depresión es centrífuga: se aleja del centro. Con frecuencia nos referimos a nuestros edificios e instituciones llamándoles “centros”, pero Saturno preferiría probablemente un puesto de avanzada, alejado de los demás. A menudo en hospitales y escuelas hay “salas comunes”, pero les sería igualmente fácil tener “salas no comunes”, lugares para la soledad y el retiro.
Dejar el televisor encendido cuando nadie lo mira o tener la radio en funcionamiento el día entero pueden ser defensas contra el silencio de Saturno. Queremos terminar con el espacio vacío que rodea a ese remoto planeta, pero al ir llenándolo, es probable que estemos obligando a Saturno a asumir el papel de síntoma, y terminará alojado en nuestras clínicas y hospitales como una plaga, en vez de hacer de sanador y maestro, que son sus funciones tradicionales.
¿A qué se debe que no lleguemos a apreciar esta faceta del alma? Una razón es que la mayor parte de lo que sabemos de Saturno nos llega por vía sintomática. El vacío aparece demasiado tarde y en forma demasiado literal para tener alma. En nuestras ciudades, las casas abandonadas y los comercios en crisis señalan la “depresión” social y económica. En esas áreas “deprimidas” de nuestras ciudades, el deterioro está aislado de la voluntad y de la participación consciente, y aparece sólo como una manifestación externa de un problema o de una enfermedad.
 También vemos la depresión, económica y emocionalmente, como un fracaso y una amenaza literales, una sorpresa que se abate sobre nuestros planes y expectativas más saludables. ¿Y si en cambio esperásemos que Saturno y sus vacíos espacios oscuros tengan lugar en la vida? ¿Y si propiciáramos a Saturno incorporando sus valores a nuestro modo de vida? (Propiciar significa a la vez reconocer y ofrecer respeto como medio de protección.)
También podríamos honrar a Saturno mostrando más sinceridad frente a las enfermedades graves. Quienes trabajan con enfermos graves saben bien cuánto puede ganar una familia cuando se habla abiertamente de la deprimente realidad de una enfermedad terminal. También podríamos tomar nuestras propias enfermedades, nuestras visitas al médico y al hospital, como recordatorios de nuestra mortalidad. En estas situaciones, no estamos cuidando del alma cuando nos protegemos de su impacto. No es necesario ser solamente saturnino, pero unas pocas palabras sinceras sobre los sentimientos melancólicos que sin duda se tienen en juego podrían propiciar a Saturno.
Como la depresión es uno de los rostros del alma, reconocerla y hacer de ella parte de nuestras relaciones favorece la intimidad. Si negamos o encubrimos cualquier cosa que se sienta en el alma, no podemos estar plenamente presentes con los demás. El resultado de ocultar los lugares oscuros es una pérdida de alma; hablar de ellos y en su nombre abre un camino hacia una comunidad y una intimidad auténticas.


Los poderes sanadores de la depresión
Hace algunos años, Bill –el sacerdote de quien hablé en otro capítulo- me contó algo notable. A los sesenta y cinco años, treinta de ellos pasados en el sacerdocio, y en su condición de comprensivo pastor de una iglesia rural, había dado a dos de sus feligresas lo que en su opinión era una ayuda perfectamente adecuada. Su obispo, sin embargo, pensaba que había administrado mal los fondos de la iglesia y que había demostrado falta de criterio en otros aspectos, de manera que después de toda una vida merecedora de respeto, le dieron dos días para hacer las maletas y marcharse de la diócesis.
Cuando empezó a hablarme de su situación, Bill se mostraba muy vivaz e interesado en sus experiencias. Había respondido bien a una terapia de grupo en la que había encontrado, en particular, maneras de sacar afuera parte de su enojo. Incluso decidió en cierto momento formarse como terapeuta, con la idea de que así podría ayudar a sus compañeros sacerdotes. Pero al hablarme del problema en que se había metido, me dio explicaciones y excusas que me parecieron ingenuas.
-Lo único que yo intentaba era ayudarla. Ella me necesitaba. Si no le hubiera hecho falta mi atención, yo no se la habría prestado –me dijo, hablando de una mujer.

Yo sabía que tenía que buscar una manera de abarcar y contener, sin juzgarlas todas las experiencias e interpretaciones fuera de lo común de que me hablaba Bill. Dedicamos mucho tiempo a sus sueños, y no tardó en volverse experto en la lectura de sus imágenes. Además le sugerí que me trajera las pinturas y los dibujos que había hecho durante su terapia de grupo. Al hablar de ellos durante largas semanas, llegamos a una cierta comprensión en profundidad de su naturaleza. Gracias a ese trabajo artístico, Bill tuvo también la oportunidad de estudiar de cerca su historia familiar y algunos de los acontecimientos que habían tenido un papel clave en su decisión de hacerse sacerdote.

Entonces sucedió algo curioso. A medida que pensamientos más sustanciales sobre los temas principales de su vida iban reemplazando a las primeras explicaciones ingenuas de su comportamiento, su estado anímico se volvió más sombrío. A medida que expresaba con menos reticencia su enojo por la forma en que lo habían tratado durante su vida de seminarista y de sacerdote, perdió gran parte de su ánimo cordial y alegre. Entretanto se había mudado a un hogar para sacerdotes, donde se mostraba muy retraído. Se identificó con su soledad y decidió no participar en las actividades del hogar; poco a poco, las heridas producidas por sus recientes experiencias se convirtieron en una auténtica depresión.

A estas alturas, Bill hablaba en tono crítico de las autoridades eclesiásticas y veía con más realismo a su padre, que había intentado ser sacerdote y no lo había conseguido. En alguna medida, Bill hablaba en tono crítico de las autoridades eclesiásticas y veía con más realismo a su padre, que había intentado ser sacerdote y no lo había conseguido. En alguna medida, Bill pensaba que la naturaleza no le había otorgado madera de sacerdote, que había ocupado el lugar de su padre, intentando realizar los sueños de él y no los suyos propios.

Confió en su depresión en la medida suficiente para reservarle un lugar4 central en su vida. En un estilo auténticamente depresivo, empezaba todas sus conversaciones diciendo:

-Esto no sirve para nada. Estoy acabado. Soy demasiado viejo para obtener lo que quiero. Me he pasado toda la vida cometiendo errores, y ahora ya no puedo remediarlos. Lo único que quiero es quedarme a leer en mi habitación.

Pero continuó en terapia, y semana tras semana hablaba desde y de su depresión.

Mi estrategia terapéutica, si es que se la puede llamar así, consistió simplemente en aportar a su depresión una actitud de aceptación e interés. Yo no tenía ninguna técnica ingeniosa. No lo insté a que se inscribiera en talleres sobre la depresión ni a probar fantasías guiadas para contactar con la persona interior deprimida. El cuidado del alma no recurre a remedios tan heroicos. Simplemente, intenté apreciar la forma en que se estaba expresando su alma en esos momentos. Observé los lentos y sutiles cambios de tono y enfoque que Bill incorporaba a sus gestos, sus palabras, sus sueños y las imágenes de su conversación.

Cuando en su depresión, me dijo que él jamás debería haber sido sacerdote, no me tomé su declaración al pié de la letra porque sabía cuánto había significado para él, a lo largo de los años, su sacerdocio. Pero ahora estaba descubriendo la sombra en su vocación. Su vida como sacerdote se iba profundizando, iba adquiriendo alma, al reflexionar nuevamente sobre sus limitaciones. Bill se estaba enfrentando, por primera vez en su vida, con los sacrificios que había hecho para ser sacerdote. Y no se trataba de que repudiara totalmente su sacerdocio, sino de una integración. Observé que incluso mientras descubría, muy despacio, los sacrificios que había hecho, por muy intensamente que lamentara haberse dedicado al sacerdocio, al mismo tiempo hablaba de su lealtad a la Iglesia, de su continuado interés por la teología y de su preocupación por la muerte y la vida ultraterrena.

Desde su estado deprimido, Bill no podía ver más que la muerte, la terminación de una vida que para él era familiar y el hecho de que se estaba vaciando de valores y de conceptos apreciados y cultivados durante mucho tiempo. Pero era obvio que la depresión corregía su ingenuidad. Para la mayoría de las personas su virtud cardinal es también su fallo fundamental. La preocupación infantil de Bill por todos los seres animales, vegetales y humanos era la fuente de su compasión y de su sensibilidad altruista. Pero sus compañeros sacerdotes que jamás se dieron cuenta de lo mucho que le hacían sufrir sus burlas. Su generosidad era ilimitada, y en cierto sentido lo había destruido, pero su depresión lo fortaleció, dándole una firmeza y una solidez nuevas.

Por obra de la depresión, Bill pudo, además, ver mejor quiénes eran los villanos en su vida. Antes, su punto de vista ingenuo aprobaba benévolamente a todos los que formaban parte de su experiencia. En ella no había ni auténticos héroes ni enemigos inequívocos. Pero en su depresión Bill empezó a sentir con mucha mayor profundidad las cosas, y su hostilidad hacia sus colegas afloró por fin con auténtica aspereza.

-Espero que se mueran todos jóvenes –masculló una vez entre dientes.

“Soy viejo –solía decirme con convicción-. Admitámoslo. Tengo setenta años. ¿Qué me queda? Aborrezco a los jóvenes. Me siento feliz cuando esos granujas enferman. No me diga que me queda mucha vida por vivir, porque no es así.”

Bill se sentía fuertemente identificado con su condición de viejo. ¿Cómo podía discutírselo cuando me decía y se decía a sí mismo que había que afrontar los hechos y no negar su edad? Pero yo creía que la claridad de su afirmación era una forma de no considerar otras opciones por identificar, y que aquello, paradójicamente, le servía para protegerse de las dimensiones inferiores de su depresión. Al renunciar precisamente en aquel momento, no tenía que pensar ni experimentar los pensamientos y sentimientos que lo esperaban entre bastidores.

Un día me contó el siguiente sueño. Él bajaba un abrupto tramo de escaleras, y después otro, pero este último era demasiado estrecho, y no quiso seguir. Desde atrás, una figura de mujer insistía en que avanzara, mientras él se resistía. La imagen era un cuadro del estado de Bill en aquellos momentos. Se encontraba claramente en un proceso de descenso, pero al mismo tiempo no quería sumergirse más en él.

Su constante queja (“Soy un viejo y no me queda ningún futuro”) no expresaba en realidad el establecimiento de Saturno en su vida. Aunque sonara como una afirmación de su edad,, era más bien un ataque a la edad. Cuando decía eso, yo me quedaba pensando si durante los muchos años pasados como seminarista y sacerdote le habrían negado toda oportunidad de crecer. Él me contó que de alguna manera se había sentido siempre como un niño, sin preocuparse nunca por el dinero ni por la supervivencia, sin tomar decisiones vitales, sino siguiendo simplemente las órdenes de sus superiores. Ahora el destino lo había empujado a un lugar de profunda inquietud y de reflexión. Por primera vez se lo estaba cuestionando todo, y ahora crecía a una velocidad alarmante.

-          El sueño en que desciende por una estrecha escalera con una mujer que lo apresura desde atrás –le dije-… creo que podríamos ponernos freudianos y verlo como un intento de nacer.
-          Eso no se me había ocurrido –manifestó, interesado.
-          En su melancolía, parece que estuviera usted en un estado bardo. ¿Sabe lo que es?
-          No, jamás he oído hablar de eso.
-          El Libro tibetano de los muertos describe como bardo el tiempo que transcurre entre las encarnaciones, la etapa previa al regreso a la vida.
-          En este momento no tengo ningún interés por los acontecimientos de la vida.
-          A eso me refiero –corroboré-. Usted no quiere participar en la vida. Se encuentra entre dos vidas. Quizás el sueño lo esté invitando a descender por el canal.
-          Yo me siento muy renuente en ese sueño, y la mujer me inquieta.
-          Como a todos –respondí, pensando en lo difícil que es volver a nacer a la vida, especialmente cuando la primera vez fue tan dolorosa y, al parecer, no tuvo éxito.
-          No estoy preparado –dijo, y su tono indicaba comprensión y convicción.
-          Está bien –respondí-. Usted sabe dónde está, y es importante que se encuentre precisamente ahí. El bardo requiere su tiempo; no se lo puede apresurar. No tiene ningún sentido un nacimiento prematuro.

Bill se levantó para regresar a su “caverna”, como llamaba a su habitación en el monasterio.

-          No hay nada más que hacer, ¿verdad? –me preguntó.
-          No, creo que no –respondí, deseando poder darle alguna esperanza específica.
Bill había “medido los pasos de la Luna” en sus clases de teología, y pensaba que sabía lo que era bueno para el alma. Pero ahora, tras haber aprendido la lección de su depresión, expresaba una verdad más sólida.
-          Nunca más volveré a decirle a nadie cómo vivir –me dijo-. Sólo puedo hablarle a cada uno de su misterio.
Como Oscar Wilde en su depresión, estaba hallando un punto de vista más amplio, una nueva apreciación del misterio. Aunque se podría pensar que un sacerdote es la persona más familiarizada con el misterio, creo que la depresión de Bill representó un paso adelante en su educación teológica.
Finalmente, la depresión desapareció y Bill se mudó a otra ciudad donde empezó a trabajar no sólo como sacerdote, sino como consejero psicológico. Su período de escolarización en las verdades saturninas tuvo cierto efecto. Ahora podía ayudar a la gente a mirar con sinceridad su vida y sus emociones, mientras que antes habría tratado de animarlos a que salieran de sus tinieblas brindándoles un apoyo puramente positivo. También sabía lo que era sentirse privado de respeto y de seguridad, y por eso podía entender mejor el desaliento y la desesperación de muchas personas que acudían a contarle su trágica historia.

Cuidar el alma no significa solazarse en el síntoma, sino tratar de aprender, a partir de la depresión, qué cualidades necesita el alma. Más aún, es un intento de entretejer esas cualidades depresivas en la trama de la vida, de modo que la estética de Saturno –el frío, el aislamiento, la oscuridad, el vacío- aporte su contribución a la textura de la vida cotidiana. Al aprender de la depresión, una persona podría, para representar su estado anímico, vestirse con el color negro de Saturno. Podría irse de viaje sola, como respuesta a un sentimiento saturnino, o construirse una gruta en el jardín, un lugar de retiro. O, más internamente, podría simplemente dejar en paz sus pensamientos y sentimientos depresivos. Todas estas acciones serían una respuesta positiva en presencia de la emoción depresiva de Saturno. Serían maneras concretas de cuidar el alma en su belleza más oscura. Al hacerlo, podríamos encontrar un camino hacia el interior del misterio de este vacío del corazón. También podríamos descubrir que la depresión tiene su propio ángel, un espíritu guía cuya misión consiste en transportar al alma a sus lugres remotos, donde encuentra una peculiar comprensión intuitiva y disfruta de su visión especial.