martes, 29 de junio de 2010

El arquetipo del niño. Carl Gustav Jung

Este texto forma parte de un artículo mucho más amplio, el cual aparece en el tomo 9/I de las Obras Completas "Los arquetipos y lo inconsciente colectivo". Aparecen aquí las principales características que encuentran su matriz en el arquetipo del niño. Debemos cuidarnos de confundir este arquetipo con la infancia real, con nuestro pasado. Si bien nuestra infancia se configura sobre el estructural arquetipo, este preexiste a la experiencia personal y abarca mucho más que lo que sentimos o dejamos de sentir en nuestra infancia. En el artículo original Jung hace la siguiente acotación: "Afirmaciones como «El motivo del niño es un recuerdo rudimentario de la primera infancia», y otras similares, no hacen más que dar por sentadas cosas que deberían ser demostradas. Pero si, modificando levemente este enunciado, declaramos: «El motivo del niño es una representación de ciertos aspectos olvidados de nuestra infancia», nos aproximamos más a la verdad. No obstante, dado que el arquetipo es siempre una imagen que incumbe a toda la raza humana y no sólo al individuo, tal vez fuera mejor decir: «El motivo del niño representa el aspecto preconsciente de la infancia de la psique colectiva»". Atendiendo esta advertencia podríamos percibir la infancia y al niño mismo como símbolo de aquellas vivencias que se personifican como una imagen interior de uno mismo, según la cual somos siempre niños.

EL ARQUETIPO DEL NIÑO

Carl Gustav Jung
(Esta traducción procede del libro Espejos del Yo, compilación de Christine Downing. Editorial Kairos. Barcelona 1998. Cuando ha sido necesario, he cambiado la palabra "Yo" por "Sí-Mismo", pues se trata de una desafortunada traducción del término Self, que atraviesa todo el libro)

El abandono del niño

El abandono, el estar a la intemperie, el peligro, etc., corresponden por un lado a las eventualidades de un nimio comienzo y por otro al nacimiento maravilloso y cargado de misterio. Lo dicho describe cierta vivencia psíquica creativa, que tiene por objeto la aparición de un contenido nuevo y todavía desconocido. En la psicología del individuo siempre hay en tales momentos una dolorosa situación de conflicto, en la que la conciencia no parece tener escapatoria, pues aquí siempre vale el tertium non datur [no hay un tercero].

«Niño» significa algo que crece hacia la independencia. No puede conseguirlo sin alejarse del origen; el abandono es pues una condición necesaria, no sólo un suceso eventual. El conflicto no será resuelto por la conciencia que permanece atrapada entre opuestos; por eso requiere un símbolo que indique la necesidad de alejarse del origen. Como el símbolo del niño fascina y conmueve a la conciencia, su efecto liberador la atraviesa y lleva a cabo la separación de la que la conciencia era incapaz.

El símbolo anticipa un incipiente estado de conciencia. Mientras éste no se realiza, el «niño» permanece como proyección mitológica, exigiendo repetición a través del culto y renovación a través del rito.

La invencibilidad del niño

Es una paradoja llamativa de todos los mitos del niño el que, por un lado, el «niño» se halle impotente ante enemigos poderosísimos y continuamente amenazado de aniquilación, y, por otro lado, disponga de poderes que exceden sobradamente lo humano. Tal afirmación está estrechamente relacionada con el hecho psicológico de que el «niño», por un lado, es sin duda «nimio», es decir, desconocido, «sólo un niño», y por otro lado es sin embargo divino. Contemplado desde la conciencia, se trata de un contenido aparentemente insignificante, sin un carácter liberador ni salvador. La conciencia se halla atrapada en su situación de conflicto, y los poderes que allí luchan parecen tan enormes que el «niño», como contenido aislado e incipiente, no guarda relación con ellos. Por eso es fácilmente desestimado y cae de nuevo en el inconsciente. Al menos así ocurriría si las cosas se comportaran de acuerdo con las expectativas conscientes. Pero el mito subraya que ése no es el caso, sino que al «niño» le corresponde una fuerza superior y pese a todos los peligros saldrá inesperadamente airoso. El «niño» nace del seno del inconsciente, engendrado en los cimientos de la naturaleza humana, o mejor aún, de la naturaleza viviente en general. Personifica poderes vitales que están más allá del limitado perímetro de la conciencia; personifica caminos y posibilidades de los que la conciencia, en su unilateralidad, nada sabe, y una globalidad que abarca las profundidades de la naturaleza. Representa el empuje más fuerte e inevitable de todo ser, es decir, el autorrealizarse. Estructurado con todos los poderes instintivos de la naturaleza, es incapaz de alternativas, mientras que la conciencia se halla atrapada en una supuesta capacidad de alternativas. El empuje y la compulsión a autorrealizarse es una ley de la naturaleza, y por tanto de una fuerza invencible, aunque su efecto al principio es nimio e improbable. Esta fuerza se manifiesta en las proezas del niño héroe.

La fenomenología del nacimiento del «niño» siempre apunta de regreso hacia un estado psicológico original de desconocimiento, de oscuridad o crepúsculo, de indistinción entre sujeto y objeto, de identidad inconsciente entre hombre y universo. De ese estado de indistinción procede el huevo de oro, que es tanto hombre como universo, y a la vez ninguno de ambos, sino un tercero irracional.

Los símbolos del Si-mismo se originan en las profundidades del cuerpo y participan de esa materialidad tanto como de la estructura de la percepción consciente. El símbolo es cuerpo viviente, corpus et anima; por eso el «niño» es una fórmula tan apropiada para el símbolo. La singularidad de la psique nunca llega, aunque se acerca, a realizarse completamente, y sin embargo constituye el fundamento indispensable de toda conciencia. Los «estratos» más profundos de la psique pierden su singularidad individual a medida que se adentran en la profundidad y oscuridad. Van hacia «abajo», es decir, se vuelven colectivos a medida que se aproximan a los sistemas funcionales autónomos, hasta universalizarse y extinguirse en la materialidad del cuerpo, o sea en las sustancias químicas. El carbono del cuerpo es en definitiva carbono. Y «hacia abajo» la psique es en definitiva «universo». En este sentido puedo dar toda la razón a Kerényi cuando dice que en el símbolo habla el universo mismo.

Cuanto más arcaico y «profundo», es decir, cuanto más fisiológico es el símbolo, tanto más colectivo y universal, tanto más «material» es. Cuanto más abstracto,diferenciado y específico es, tanto más se aproxima su naturaleza a la singularidad e individualidad consciente, tanto más se deshace de su universalidad. Finalmente, en la conciencia corre el peligro de convertirse en mera alegoría que no traspase el marco de la opinión consciente y se halla expuesto a todos los posibles intentos de explicación racionalista.

El hermafroditismo del niño

Es un hecho notable el que quizá la mayoría de los dioses cosmogónicos sean de naturaleza bisexual. El hermafrodita no significa otra cosa que una unión de los opuestos más fuertes y llamativos. Inicialmente esta unidad apunta de regreso hacia un estado primitivo del espíritu, en cuya madrugada las distinciones y oposiciones estaban aún poco separadas o completamente fusionadas. Sin embargo, a medida que aumenta la claridad de la conciencia, los opuestos se distinguen y escinden de modo creciente. Ahora bien, si el hermafrodita sólo fuera un producto de la indiferenciación primitiva, debería esperarse que quedara pronto eliminado con el desarrollo de la cultura. Pero esto no es de ningún modo así; por el contrario, en los niveles de cultura elevados y más altos, la fantasía se ha ocupado de esta idea una y otra vez.

Aquí ya no se puede tratar de la persistencia de un fantasma primitivo, de una originaria contaminación de opuestos. Antes bien, como podemos ver en las obras medievales, la idea originaria se ha convertido en símbolo de la unión constructiva de opuestos, un verdadero «símbolo unidor». En su significado funcional, el símbolo ya no señala hacia atrás, sino hacia delante, hacia una meta todavía no alcanzada. Despreocupado de su monstruosidad, el hermafrodita se ha convertido en un superador de conflictos y portador de sanación, significado que ya alcanzó en niveles relativamente tempranos de la cultura. Este significado vital aclara por qué la imagen del hermafrodita no se extinguió en los tiempos primigenios sino que, por el contrario, supo afirmarse a través de los milenios con una creciente profundización de su contenido simbólico. El hecho de que una representación tan tremendamente arcaica ascendiera a tal altura de significado no sólo indica la fuerza vital de las ideas arquetípicas, sino que también demuestra la validez de la afirmación de que el arquetipo media como unidor de opuestos entre los fundamentos del inconsciente y la conciencia. Tiende un puente entre la conciencia actual, amenazada de desarraigo, y la plenitud natural, inconsciente e instintiva de los tiempos primigenios. A través de esta mediación la unicidad, singularidad y unilateralidad de la conciencia individual actual se conecta de nuevo con las raíces naturales y tribales. El progreso y el desarrollo no son ideales que haya que rechazar; pero pierden su sentido cuando el hombre llega al nuevo estado sólo como un fragmento de sí mismo, olvidando todo su trasfondo y todo lo esencial en la sombra del inconsciente, en un estado de primitividad o de barbarie. La conciencia escindida de sus orígenes, incapaz de corresponder al sentido del nuevo estado, se hunde entonces con demasiada facilidad en una situación peor que aquella de la que la innovación pretendía liberarla -exempla sunt odiosa!

En el curso del desarrollo cultural, el ser primigenio bisexual se convierte en símbolo de la unidad de la personalidad, del Si-mismo, donde se apacigua el conflicto de opuestos. De este modo, el ser primigenio se convierte en la meta lejana de la autorrealización del ser humano, habiendo sido ya desde el principio una proyección de la plenitud inconsciente.

El niño como principio y final

El «niño» es a la vez un ser del principio y del final. El ser inicial estaba antes del hombre; el ser final está después del hombre. Psicológicamente, esta afirmación significa que el «niño» simboliza la esencia preconsciente y postconsciente del hombre. Su esencia preconsciente es el estado inconsciente de la más temprana infancia; la esencia postconsciente es una anticipación por analogía de lo que hay después de la muerte. En esta idea se manifiesta la esencia omniabarcante de la totalidad del alma. La totalidad no se halla nunca circunscrita a la conciencia, sino que abarca la indeterminada e indeterminable extensión del inconsciente. Así pues,empíricamente, la totalidad es de una extensión imprevisible, más antigua y más joven que la conciencia, a la que abarca en el tiempo y el espacio. Esto no es ninguna especulación, sino una experiencia inmediata del alma. Los procesos inconscientes no sólo acompañan, sino que a menudo guían, promueven o suspenden el proceso consciente. El niño tenía vida anímica antes de tener conciencia. El propio adulto todavía dice y hace cosas cuyo significado sólo más tarde entenderá -si puede. Y aun así, parece que las diga y haga a sabiendas. Nuestros sueños continuamente dicen cosas que están más allá de nuestra mentalidad consciente (por eso pueden ser tan útiles en la terapia de las neurosis). Nos llegan intuiciones y percepciones de fuentes desconocidas. Se nos presentan miedos, humores, intenciones y esperanzas cuyas causas no son claras. Estas experiencias concretas forman los pilares de los sentimientos, que nunca conocemos bastante, y dan lugar a la dolorosa suposición de que podemos darnos sorpresas a nosotros mismos.

El hombre primitivo no es ningún enigma para sí mismo. La cuestión acerca del hombre es siempre la última pregunta que el hombre plantea. El hombre primitivo tiene tanto contenido anímico fuera de la conciencia, que la experiencia de algo psíquico exterior a él le resulta mucho más familiar que a nosotros. La conciencia cercada por poderes psíquicos que la sostienen y amparan o que la engañan y amenazan es una experiencia primordial de la humanidad. Esta experiencia se ha proyectado en el arquetipo del niño, que expresa la totalidad del hombre. Es lo abandonado y expuesto a la intemperie, y a la vez lo divinamente poderoso; el comienzo nimio y dudoso y el final triunfante. El «niño eterno» en el hombre es una experiencia indescriptible, una incongruencia, una desventaja y una prerrogativa divina; algo imponderable que manifiesta la última palabra y no-palabra de una persona.