viernes, 18 de junio de 2010

Eros y el espíritu masculino. Por Thomas Moore

Thomas Moore on Care of the Soul | Network Ireland - Irish ...Thomas Moore se acerca de manera imaginativa (como ha sido siempre su estilo), a la esencia de lo masculino y de lo femenino. Nos invita a reconectarnos con la agresividad en su sentido genuino, descubriendo en ella la voz de un Eros que se constela desde lo masculino como un aspecto auténtico de la virilidad, muy ipouesto a su expresión como violencia contra los otros, las otras y lo otro. (El término "genesíaco" utilizado por Moore, se refiere a todo lo relacionado con los géneros.) Transcrito de la compilación SER HOMBRE (Compiladora: Keith Thompson. Ed. Kairós, Barcelona 1992). 


Eros y el espíritu masculino
Thomas Moore

Estoy en manos del Dios desconocido, y él me está infligiendo su propio olvido, para llevarme luego a un nuevo amanecer, a ser un hombre nuevo. (D.H. Lawrence)

Lo genesíaco es una de las grandes metáforas de la condición humana y de la naturaleza del cosmos, utilizada por visionarios y poetas en todo lugar y tiempo. Como todas las metáforas, ésta participa en la realidad concreta que hace que surja la imagen: las diferencias entre los hombres y las mujeres. En todo caso, se requiere una sensibilidad poética para apreciar la metáfora, y la metáfora es primaria. Sin un gusto por las imágenes, el pensamiento se desliza con rapidez hacia el realismo. Al no captar la poesía en lo genesíaco en relación con hombres y mujeres actuales; así que no importa cuán esforzadamente intentemos resolver la guerra de los sexos, porque el antagonismo y la polarización siguen ahí.

El pueblo romano de los tiempos de Cicerón, por ejemplo, comprendía que el espíritu viril no es lo mismo que la personalidad masculina. Los romanos llamaban al espíritu viril “Animus”, una palabra que sugiere que hay algo masculino en el aliento. Este “Animus” estaba presente en una familia, un lugar, un matrimonio, un individuo. Los altares se levantaban para honrar al espíritu viril o genio de la familia. Este espíritu, creían ellos, pasaba de generación en generación cuando una persona joven besaba al padre moribundo y recibía al espíritu familiar de su aliento. Creían que el adulterio deshonraba el espíritu del tálamo matrimonial, no a uno de los casados. La masculinidad no se identificaba con los hombres.

Jung hizo suya esta idea romana e introdujo el concepto de “Animus” en su psicología: por otra parte, la vinculó más concretamente a la idea genesíaca actual. Para Jung el Animus o el espíritu viril se percibe en el acto de pensar, juzgar, en la acción, en la valoración. Pero incluso en el pensamiento junguiano, en el que lo genesíaco se trata menos metafóricamente de lo que debiera, el espíritu viril vive por sí mismo. Debido a que las mujeres se adaptan a una sociedad escindida de lo genesíaco, dice Jung, han de esforzarse para acomodarse a este espíritu viril, así como los hombres tienen dificultades para adaptarse al “anima” femenina.

Jung pensaba que una de las necesidades psicológicas más acuciantes para cualquier persona era reconciliar estas figuras de la psique: anima y Animus, o alma y espíritu. Es decir que, para no entrar en conflicto consigo mismo, hay que encontrar un medio para vincular las formas masculina y femenina en el propio interior y en el mundo externo. Eso supone que lo viril no es simplemente una manera de ser hombre. El hombre es la fuente de la metáfora, pero el espíritu viril es algo que necesitan hombres y mujeres, sociedades e individuos a la vez.

No nos damos cuenta de la forma en que un profundo secularismo existencial actúa en nuestra aproximación a la vida diaria. Tendemos a hacerlo todo nuestro. No hay lugar para el espíritu ni el alma. Las gentes de otros tiempos y lugares dieron por sentado que no todo en la vida puede apiñarse en una subjetividad consciente, controladora e intencional. Con sus caprichos, entusiasmos, fantasías, obsesiones, depresiones y adicciones, el espíritu fluye de acá para allá y nos cautiva. Tan sólo una actitud secular se esfuerza por pactar con esos encuentros literalmente con medicaciones y ejercicios de voluntad. Una sensibilidad en sintonía con lo sagrado puede respetar unos factores más que humanos sin negarlos por ánimo de modernidad y sin reificarlos según una actitud de fundamentalismo religioso.

Lo que quiero decir es que no hemos de hacer frente a lo genesíaco mientas no recobremos el sentido de lo sagrado. No me estoy refiriendo a un credo sectario del estilo New Age, sino tan sólo a la conciencia de una dimensión espiritual. Junto con D.H. Lawrence, definiría una masculinidad renovada diciendo: "Estoy en manos de un Dios desconocido, y él me está infligiendo su propio olvido". Descubro mi virilidad y masculinidad, no identificando una desleída idea de lo que es un varón sino permitiendo que eses espíritu varonil me traspase. Soy varón por mi participación en ello.

Cicerón decía que es el “Animus” lo que da un sentido de identidad y carácter. Tendemos a pensar que Identidad es persona, autoimagen. Por eso, gran parte del discurso genesíaco se afinca en la superficie de linóleo de una imagen y un papel. Podría ser una alternativa comprender que lo que da carácter e identidad es el espíritu que mueve y motiva a una persona. En tiempos del Renacimiento a ese espíritu se le daba el nombre de “daimon”, la fuente más que racional del hado y de un especial destino. Soy lo que soy debido a unas poderosas fuerzas que yacen en mi interior y que me sitúan en la historia.

La vida secular que le niega al mundo su animismo sitúa todo el peso cósmico de lo genesíaco sobre los hombros del simple ser humano. Se supone que los hombres encarnas la masculinidad, y las mujeres la femineidad. Y, naturalmente, fallamos. Es esperar demasiado de nosotros. En los tiempos del Renacimiento, un escritor que tenía problemas con las palabras no hablaba de ello en sus cuadernos de notas, se quejaba de que el espíritu de Mercurio, origen daimónico dela inspiración literaria, no había pasado por él. Esto es algo más que simple retórica. Es una manera de estar en el mundo, una forma de imaginar una experiencia que admite elementos no humanos ante los cuales la vida humana se autodefine.

Por eso, uno de los síntomas de pérdida de la masculinidad o del espíritu viril es la frustración de la decisión de serlo en lugar de ser su sacerdote. Pero las manifestaciones sintomáticas sólo empiezan aquí.

Masculinidad sintomática

Por ejemplo, ya que el Animus garantiza poder, creatividad, autoridad, fuerza, sus formas sintomáticas exageran todo ello. Al no tratarse de un Animus real, el poder se convierte en tiranía, la creatividad en productividad, la autoridad en autoritarismo, la fuerza en una impulsividad maníaca. Las mujeres que luchan por la igualdad con esos sustitutos exagerados de la masculinidad corren el riesgo de establecer sus propias neurosis genesíacas. También ellas, por supuesto, han de hacer frente a unas reacciones ciegas de falsa autoridad que, finalmente vacías de poder, no tienen límites en la extensión de su tiranía. El auténtico poder goza de sus propias inhibiciones inherentes, pero el poder no auténtico es capaz de atrocidades.
Los síntomas son una cierta tendencia a la literalidad, la exageración y la destructividad. Cuando ordinariamente una cualidad sería algo sutil e interior, sintomáticamente adquiere absurdas formas externas. El poder se convierte en un despliegue de instrumentos que sugieren poder. Los ejércitos marchan con rigidez, bayonetas y cañones enhiestos caricaturizando el falo. Las naciones acumulan armas. Si un individuo actuase así, le detendrían y le llevarían a una clínica mental. Es obvio que cuantas más armas lleve o acumule una persona, menos segura y estable es.

El espíritu viril es creativo, pero la producción de un gran número de cosas sin tener en cuenta la calidad y la carencia de un cierto sentido de la inhibición en su proliferación indica que se da una creatividad sintomática. El impulso creativo puede convertirse en una productividad espasmódica en la que no existe auténtica creación. No es el espíritu viril el que valora tan sólo el crecimiento económico, psicológico, territorial, financiero. No es el espíritu viril el que mide el éxito de un hombre con formularios. Y no es el espíritu viril el que conquista y colecciona mujeres.

Sabemos por las religiones que los factores masculino y femenino en todos los órdenes de la vida –yin y yang, lingam y yoni, creador y conocimiento, Zeus y Hera, Jesús y María- viven en una cierta tensión aunque se complementan el uno al otro y se alimentan recíprocamente. Tomarlos juntos no es a veces tarea fácil. Vemos aparecer esas tensiones entre hombres y mujeres. Zeus y Hera no simbolizan al hombre y la mujer en el matrimonio. El hombre y la mujer en sus conflictos matrimoniales representan un ejemplo de la pareja cósmica. Todo advenimiento de la unión de un hombre y una mujer es el hieros gamos, la sagrada unión.

El sexo no tiene nada que ver con la biología. El amor o la lujuria entre un hombre y una mujer sólo se da en el altar en que dioses y diosas se unen. La fisiología es la tecnología sagrada de los dioses. Es a la vez una limitación del personal amor humano –no todo está en mí y en la otra persona- y una maravillosa exaltación del amor humano, y un gran regalo que le hace una persona a otra. Los psicólogos del Renacimiento reconocían este aspecto del amor cuando aplicaban su punto de vista neoplatónico al amor entre personas. Marsilio Ficino, consejero intelectual de los Médicis, escribe sobre el amor humano lo siguiente: “Desciende en primer lugar de Dios, y pasa a través del Ángel y del Alma como si fuesen de cristal; y desde el alma emana hacia el interior del cuerpo dispuesto para recibirlo”. Luego, este amor regresa a su origen divino. El amor carnal es un punto en el circuito del alma, y de esa circulación transpersonal deriva su nobleza y su carácter sagrado.

El espíritu viril, tan lleno de visones y promesas creativas, anhela el alma femenina para impregnarla, El mundo necesita la audacia y la osadía del espíritu viril. Pero también necesita la receptiva, reflectiva alquimia femenina del alma para concederle al espíritu su contexto, su material, su vehículo. Naturalmente, se buscan el uno al otro.

Pero ¿qué pasa en una época como la nuestra en que el espíritu viril se muestra elusivo, suplantado por su sustituto, el varón hiperactivo? Pues no hay movimiento hacia la unión interior. El matrimonio humano no puede mantener la unidad. La sociedad en su conjunto queda cautivada por la osadía del varón titánico y desvaloriza lo femenino. No son las mujeres precisamente las que están oprimidas en esta cultura: es lo femenino. Las mujeres sufren esta opresión desde el momento en que se identifican con lo femenino; pero la opresión se dirige a lo femenino. Una simple prueba de ello es la aceptación varonil de la mujer que honra el falo de plástico del éxito comercial y el poder comercial. También lo masculino está oprimido en una cultura secular, egocéntrica. Es algo axiomático que cuanto más debilitado y desvalorizado queda un elemento del par genesíaco, más sufrirá el otro heridas complementarias.

Jung consideraba el Animus como “espermático”. Y pregnante. Las mujeres buscan este espíritu generador porque el alma femenina lo necesita. Las mujeres buscan a los hombres, aunque muchas veces encuentran el fetiche de la potencia viril, un crecimiento sin cualidades, en lugar de una auténtica fertilidad. Buscan el impulso y la fuerza y en su lugar encuentran músculos y máquinas. El es espíritu viril, si fuese auténtico, fertilizaría las imaginaciones y las vidas de las mujeres. Ofrecería seguridad, no brutalidad. Un hombre no puede dominar a una mujer ni tratarla con violencia si el espíritu viril se manifiesta a través de él. Se vuelve violento en una desesperada búsqueda del espíritu perdido. No son los hombres fuertes lo que poseen y fuerzan a las mujeres. Son los más débiles, los menos masculinos, aquellos a los que más les falta una espiritualidad masculina.

La confusión acerca de la distinción entre los hombres que se pavonean y el espíritu viril es lo que distancia a hombres y mujeres. Como consecuencia, las mujeres se inclinan demasiado hacia lo femenino. Ni hombres ni mujeres se expanden cuando está disminuido lo genesíaco interno. Los hombres tienen la oportunidad, siendo viriles, de irradiar ritualmente el espíritu viril que tanto hombres como mujeres necesitan. Las mujeres necesitan la esencia viril del hombre. Los hombres también la necesitan de otro.

Las mujeres maltratadas por los hombres quedan fijadas a los malos tratos porque anhelan ese espíritu, encontrándolo tan sólo en su manifestación torcida, desnaturalizada. También porque son sólo femeninas. A veces quedamos vinculados destructivamente a aquello que entregamos con exceso a otro o al mundo. Por su parte, los hombres requieren la apertura de la mujer, el fluir de la sangre, la amistad lunar, la fuerza vegetativa que pasa desde la vulnerabilidad a los ritmos de las estrellas y las estaciones. Pero esas cosas esenciales y ardientemente deseadas por el varón son también una amenaza para el espíritu. El espíritu viril, el Animus, puede sobrevivir al encuentro. Pero el varón sintomático, el no-animus genesíaco, no tiene nada detrás de la fachada de masculinidad que se mantenga en pie ante el misterio femenino. Sólo puede resollar y maltratar a ese ser femenino que necesita y ama, y que no puede soportar. La unión codiciada en todas las aventuras, en todos los juegos y coqueteos, en todas las disputas y en todos los matrimonios es la unión de estos espíritus. Lo sabemos en parte por los sueños de esas uniones contemplativas tan actuales. En esos sueños pueden variar los compañeros, cambiar las circunstancias, descomponerse las actitudes, modificarse los resultados. Lo genesíaco y su unión no funcionan de forma literal. Todo lo genesíaco es sueño genesíaco, excepto cuando cae desastrosamente en la literalidad.

El espíritu viril que se encuentra en suspenso anhela lo femenino, no para completarse –ya está todo lo completo que puede estar- sino para encontrar cumplimiento al encontrarse con su propia trama interna en ese otro compañero diferente, que contesta, que le hace eco, y que resuena. La irradiación del hombre de la femineidad en las sutilezas de su alma interpreta las armonías de la femineidad fundamental de la mujer, y la mujer canta los tonos más altos del familiar espíritu viril del hombre. El matrimonio es una consonancia, una armonía vertical. Los hombres, por supuesto, en sus amores compartidos también crean ricos armónicos en su melodía.

A una mujer no siempre le ofrece su amistad una ninfa femenina. Puede estar tan lejos del espíritu femenino como un hombre puede sentirse anhelosos de la esencia femenina. A veces las mujeres no aceptan de buen grado la esfera de lo femenino y la rechazan. Muchas veces sus sueños están llenos de misteriosos ritos femeninos. Una mujer anoréxica sueña que muchas mujeres ancianas la lavan y le ofrecen grandes bandejas de comida. El sueño le ofrece las atenciones curativas de la femineidad arcaica. Un hombre puede no conocer el espíritu viril de su hermano, aunque en sus sueños un varón desconocido camina a su lado participando en sus aventuras. El alma tiene sus propios deseos homeróticos que pueden o no descubrirse a sí mismos irrumpiendo en la vida.

Eros y agresión

Para los griegos, Eros es uno de los espíritus viriles. La masculinidad es erótica por naturaleza. Es viril por ser erótica, es erótica por ser viril. La acometida del deseo por otra alma es el espíritu viril que hace su tare, que nos toma consigo, que establece conexiones. Mezcla y une. Hace amigos. Consolida uniones. Nos mantiene en determinadas órbitas. En el arte, Eros es adolescente, impetuoso, incontrolable. Tiene alas. Lanza flechas. Es la agresión natural del varón: para hacer cosas juntos, para conseguir lo que se pueda conseguir.

Ser masculino, por tanto, es tolerar el impulso de Eros, vivir por el deseo. La fuerza de lo masculino procede de la fuerza del deseo. Es Eros el que tiene el poder, y el individuo se hace poderoso en un sentido profundo a través de su participación en este poder erótico. William Blake dice que el deseo que se puede suprimir no es un auténtico deseo. Siglos antes de Cristo, Hesiodo cantaba a ese Eros que bloque la fuerza en los brazos y las piernas de dioses y humanos. En todos los órdenes, Eros es fuente de inmenso poder.

Existe una diferencia fundamental, en todo caso, entre el poder que Eros otorga y la capacidad de manipulación que crea el abuso de Eros. Un hombre puede esclavizar a otra persona que esté enamorada de él (o erotizada). Pero lo hace sólo como defensa contra el auténtico poder de Eros que se agita en él. Todos los amores falsos, inhumanos, son muestra del abuso de Eros: adicciones, obsesiones, fetiches. Estamos enamorados de la bomba atómica porque un Eros explosivo y poderoso ha quedad bloqueado. La bomba es nuestro fetiche.

Pero Eros no es solamente poderoso, también es hermoso y está lleno de vida y gracia. Es brillante. Resplandece. Su erección no es el emblema de un poder embotado, sino su proyección. La imaginación pornográfica, reprimida siempre que se abusa de eros, quiere ver el despliegue de Eros.

El nombre de “Zeus”, el gran dios, significa “resplandor”. Se le conoce por el brillante despliegue de su luminosidad. Según Jung, “Falo” significa, entre otras cosas, “luz”. Ser fálico, el gran emblema del espíritu viril, es resplandecer. Cuando no resplandecemos, blandimos los puños y golpeamos el pecho. La gente se vuelve violenta cuando su espíritu viril no puede resplandecer. Cuando no podemos resplandecer, esperamos que brillen nuestros misiles metálicos y nuestras botas militares, como fetiches. Resplandecer es la agresión definitiva; cualquier otra cosa es sintomática y profundamente insatisfactoria. ¿No se encuentra la satisfacción de boxear en resplandecer y no en exhibir el cuerpo cubierto de cardenales?
¿En la bravura, la exageración, la exhibición? ¿No manifiesta el hockey sobre hielo, en el que todo está permitido, la fuerza viril latente que desea resplandecer?

No soy yo el que resplandece; es el espíritu viril el que resplandece a través de mí. Cuando el espíritu viril vibra, mi daimon, mi arjon, mi ángel resplandece con su halo espiritual en mis menores gestos. No existe necesidad de violencia cuando el espíritu se muestra radiante. El centelleo de las armas sustituye a la luminosidad del ángel guardián de la luz –Lucifer, el Portador de la Luz-.

Lucifer es un ángel de las tinieblas. A veces el espíritu viril resplandece con toda la belleza del Inframundo, con la belleza del misterio de las tinieblas. Sólo por un error religioso se cree en un ángel como sobrehumano. El espíritu viril ha de resplandecer a veces en su maliciosidad, como el gran dios Hermes, el mentiroso arquetípico.

La luz y el deseo son indiferenciables, como el pene sexual y el falo resplandeciente. El deseo, el aura de Eros, es cálido y fosforescente. Resplandece. Permitir que el deseo resplandezca es curar al hombre que maltrata a la mujer que cree que ha sofocado su deseo. Cuando al deseo no se le permite brillar, se vuelve hacia las acciones y extraños amores: al alcohol, al sexo, al dinero, al extravío, a uno mismo: Esos extraños amores son los egos del espíritu viril. Los órficos griegos decían que Eros surge de un gran huevo. Podemos ver que Eros en su cáscara hace que la vida sea frágil y oculte fobias, depresiones y desarreglos. No hemos de dar rienda suelta a esas quejas del cascarón. Sólo hemos de mirar más de cerca su interior.

Vamos cargados con nuestros deseos como si fuesen huevos, yendo de romance en romance, de orgía en orgía. Pero Eros sólo aparece cuando el huevo está incubado, cuando se abre y revela su interior. La densidad erótica que sentimos en el amor y en los deseos es su propia naturaleza que madura, su carga, su pregnancia, que no se ha revelado desde el principio. Los verdaderos propósitos de Eros parecen a veces sólo después de un largo período de juego con sus señuelos. Nuestros más locos enamoramientos y vinculaciones pueden ser destructivos, pero son importantes como único embrión del auténtico amor.

El huevo del que surge Eros es muchas veces un prolongado y obsesivo amor. Es un tópico que al amar a otro estamos enamorados dela mor. El amor es el objeto de nuestro amor, y el otro nos entrega el amor que él o ella ha guardado para nosotros como en una concha. Afrodita, la gran diosa, el misterio profundo y reverenciado del amor y el sexo, se reconoció a lo largo de siglos en la concha.

Parte del misterio de Afrodita, para el hombre, es la irónica verdad de que su fantasía sexual, su energía y su emotividad son femeninas. Es la concha, Venus marina, Afrodita, cuyo nombre significa “diosa de las espumas” o quizá, como dicen los sabios, “la diosa que resplandece”, la que garantiza la humedad y las mareas del sexo en el hombre. El sexo mismo es unión del Eros masculino con la Venus femenina. En algunas narraciones antiguas, es madre. Pero Apuleyo, el autor del Asno de Oro, la muestra dándole a su hijo un apasionado beso. El mundo de Eros nunca queda contenido en los límites rectangulares de nuestra moral ni de nuestras costumbres y expectativas levantadas para rodearlo. Dicen los órficos que Eros es hacedor de mundos. Sabemos que crea relaciones, amistades, familias, e incluso naciones. También inspira la poesía, las letras, la historia, y los lugares sagrados. Dicho brevemente, el sexo erótico crea la cultura individual y social. Así, crea el alma. Como dijo James Hillman, donde Eros se agita, se encuentra el alma. El alma es un signo de que Eros está verdaderamente presente. Si no hay trazas de ama, el sexo es sintomático en el camino hacia Eros, pero aún no está fuera de su concha.

El misterio de la sexualidad viril no se puede encontrar ni se puede vivir en la literalidad genesíaca ni en la sexualidad literal. El otro sólo puede ser amado y recibir placer cuando se ha descubierto la pareja cósmica, en el interior de uno mismo y en el ancho mundo. Sólo cuando lo masculino y lo femenino se han unido en nuestras construcciones, economías, escuelas y políticas pueden iniciar el Dios y la Diosa su larga noche juntos y con nosotros, con Zeus y Hera en su luna de miel de trescientos años, irradiando la verdad del sexo sobre nuestras vidas. Entonces el acto sexual será lo que ha de ser: un acto ritual que resume y celebra el matrimonio del cielo y la tierra. Sólo cuando los iniciadores de la cultura amplían su amor pueden dos seres humanos encontrar la plenitud de la sexualidad.

Claro está que las cosas funcionan también en la otra dirección. Nuestro redescubrimiento de Eros en nuestras propias vidas micorcósmicas es el principio de la unión cósmica. Cuando constatamos lo que los órficos entendían, que el deseo es la fundamental fuerza motivadora de la vida y el alma, que su poder es auténtica agresión, y su acción auténtica creatividad, entonces el sexo puede ser liberado de su cautividad en la literalidad. En ese momento el mundo se ve sobresaltado por el deseo, sabiendo que sus límites no son los límites de una voluntad heroica ni de un secularismo prometeico. Pero quizá podemos arriesgarnos a los placeres del deseo y vislumbrar los nuevos mundos que ello engendra. Y entonces podemos descubrir el sexo por primera vez.