Hace unos diez años, mientras
leía una biografía del psicoanalista francés Jacques Lacan, me encontré con
algo que él había dicho sobre las mujeres y que me impactó como una verdad
incómoda: las mujeres quieren ser deseadas,
no ser amadas. Quería decir que las mujeres buscaban ser deseables más que ser
totalmente conocidas. Lacan llegaba a esta conclusión después de muchos años de
psicoanalizar y seducir a mujeres (es decir, intentaba psicoanalizar a unas
mujeres y seducir a otras. Siendo un mujeriego altamente racionalista, seducía
a muchas mujeres, pero dudo de que psicoanalizase a alguna con éxito). Teórico brillante
a veces, Lacan fue también sexista y terriblemente arrogante, así que me
pregunté si podía tomar su afirmación en serio. Sin embargo, a pesar de mi
duda, la idea siguió rondándome.
Durante varios años leí muchos
relatos feministas sobre el deseo femenino, pero no encontré nada tan franco y
evidente como la afirmación de Lacan. Yo misma soy psicoanalista, pero también
soy feminista, madre y esposa, escritora, formadora de psicoterapeutas y
estudiante budista. En todos estos roles encuentro que es muy útil mantener mis
oídos y mis ojos abiertos a lo no expresado, a lo no escrito y a lo
inconsciente. Así pues, mientras dejaba de lado la idea de que las mujeres
querían ser queridas y continuaba con mi profesión de ver a personas en
sesiones de psicoterapia individual, en análisis junguiano y en terapia de
parejas, en el fondo de mi mente esta idea estaba produciendo un efecto. El que
las mujeres pudieran ser impulsadas por el deseo de ser deseables, en lugar de
por el deseo de ser conocidas y amadas, se convirtió en la música de fondo de
gran parte de lo que oía sobre el deseo femenino durante los siguientes diez
años, tanto dentro como fuera de la psicoterapia.
Ahora creo que Lacan estaba
básicamente en lo cierto sobre el problema del deseo femenino, pero, en lugar
de considerarlo como un aspecto normal del carácter femenino, como él creía, lo
veo como un mal del desarrollo de las
mujeres en sociedades en las que se espera que éstas agraden a los hombres. La compulsión
de ser deseadas y deseables socava la propia dirección, la autoconfianza y la
autodeterminación en las mujeres desde la adolescencia hasta la vejez, en todos
nuestros roles, de hija y madre, de amante y esposa, de estudiante y
trabajadora o dirigente, con independencia de que el mal sea o no consciente.
Querer ser deseadas tiene que ver
con encontrar nuestro poder en una imagen, en lugar de encontrarlo en nuestros
propias acciones. Intentamos parecer atractivas, agradables, buenas válidas,
legítimas o dignas de cualquier otra persona, en lugar de descubrir lo que
sentimos y queremos realmente por nosotras mismas. En este tipo de compromiso
consciente o inconsciente esperamos que otras personas provean nuestros propios
sentimientos de poder, valía o vitalidad, a expensas de nuestro auténtico desarrollo.
Entonces nos sentimos resentidas, frustradas y fuera de control, porque hemos
sacrificado nuestros deseos y necesidades reales a los compromisos que hemos
hecho con los demás. Nos descubrimos queriendo siempre ser vistas bajo una luz
positiva: a madre perfecta, la amiga ideal, la amante seductora, el cuerpo
esbelto o atlético, la vecina amable, la jefa competente. En lugar de conocer
la verdad de quiénes somos y de lo que deseamos de nuestra vida, quedamos atrapadas
en las imágenes.
Querer ser deseadas no es
codependencia. No es algo que se desarrolle a partir de las necesidades o
demandas de otro. Por el contrario, es un deseo de poder y control que ha sido
transformado y ocultado. En lugar de aprender cómo satisfacer este deseo –el nuestro-
aprendemos poco a poco, pero muy claramente, cómo satisfacer el de los demás. Esta
dinámica se halla enraizada en las limitaciones sociales y psicológicas
generalizadas sobre el poder femenino. Y esto porque, a pesar del feminismo, el
poder femenino –la firmeza, el estatus, el mando, la influencia- no puede
expresarse directamente en el hogar ni en el lugar de trabajo sin suscitar
sospecha, confusión, miedo o terror. Tanto mujeres como hombres tienden todavía
a vivir el poder femenino como algo exótico en el mejor de los casos y, en el
peor, como algo peligroso y despreciable. Por carecer de guías claras para
desarrollar nuestro poder directamente, aprendemos a ser indirectas al elaborar
los compromisos emocionales basándolos en las necesidades y en los deseos de
los demás y en cómo querríamos ser vistas.
El deseo de ser deseadas tampoco
es una expresión de un deseo de intimidad o proximidad. En vez de ello, querer
ser deseadas nos hace sentir como si no tuviéramos deseos claros por nosotras
mismas. Nos centramos en cómo hacer que las cosas queden bajo control de una
determinada forma, hablando de una determinada manera que insinúa nuestras
necesidades. Sin embargo, nunca decimos directamente lo que queremos y puede
que nunca lo sepamos en realidad. Hemos sido hasta tal punto programadas
culturalmente para sintonizar con las sutilezas de si estamos o no obteniendo
el “efecto deseado”, que dejamos de sintonizar con lo que realmente queremos y
de ver lo fuertemente motivadas que estamos por querer ser deseadas.
Muchas veces, en sesiones
psicoterapéuticas individuales y de pareja, le he preguntado directamente a una
mujer: « ¿Qué quiere obtener aquí?». Y ella ha respondido: «Realmente no lo sé»,
o «Esto es lo que mis hijos y mi marido necesitan», o « ¿Qué piensa usted?». Si le fuerzo un poco más y le
pregunto amablemente que llegue a alguna respuesta –a cualquier respuesta-,
habitualmente se pone nerviosa y adopta una actitud de disculpa. O bien no
sabe, o bien tiene miedo de decir lo que quiere. *Analista Junguiana de Vermont
(E.U.).
El texto es un fragmento de su
libro “La mujer y el deseo”, publicado por Editorial Kairós. Barcelona 2000