CONFLICTO
Y REINO DE DIOS.
Una
lectura psicológica de “el Reino de Dios” a partir de José María Castillo[1]
Cristina
Hincapié. Psicóloga. Estudiante de Maestría en Teología UPB.
Soy
estudiante de teología desde hace dos años; no pertenezco a ninguna
congregación, pero me considero una persona profundamente religiosa; soy
“laica”, psicóloga de la universidad de Antioquia, y una inquieta cuando de
preguntarse por la humanidad y la divinidad se trata.
Me
arriesgo a estar aquí, convocada por la bienaventuranza de aquellos “llamados a
construir la Paz”, que en definitiva deberíamos ser todos los seres humanos que
habitamos este mundo; entendiendo la Paz no sólo como un concepto sino también,
y sobre todo, como una experiencia que sucede como el Reino, aquí y
ahora, en el mundo interior y exterior del hombre.
Quisiera
comenzar con una evocación teológica que conecta mi interés por la relación
entre la teología y el conflicto: cuando en mi clase de “teólogos del
siglo XX” conocí al gran teólogo y humanista protestante Karl Barth, y lo
imaginé inmerso en un planeta que atravesaba un momento tan conflictivo como la
I Guerra Mundial, donde la difícil situación social y política “obligó” a
muchos teólogos del siglo XX a tomar decisiones reales y radicales frente al
anuncio de la Palabra en momentos de crisis, de muerte y guerra, advirtiendo
que "la teología debe hacerse con el periódico en una mano y la Biblia en
la otra".
Como
psicóloga, las preguntas por el conflicto, el mal, la psicopatía y la sombra[2]
han marcado mis estudios en la psicología desarrollada por el psiquiatra suizo
Carl Gustav Jung, y quisiera aquí establecer un puente multidisciplinar que nos
ayude a cuestionarnos las imágenes que poseemos y predicamos en torno a la guerra,
la paz, el amor, el Reino, el poder y la Palabra del Evangelio.
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Nuestro
anuncio, el anuncio de Jesús, es el Reino; y me remito entonces a la lectura de
“El Reino de Dios. Por la vida y dignidad de los seres humanos” de José María
Castillo (sacerdote, escritor y representante de la teología de la liberación
que tantas puertas ha abierto a la reflexión de estos temas en continentes como
América, donde la muerte sigue acechando en silencio las calles y los campos, y
el conflicto sigue siendo generador de dolores y preguntas que han alejado o
acercado a los hombres en diferentes medidas a Dios), libro del que tomaré
algunas ideas para tejer esta red que busca más plantear preguntas que sacar
conclusiones.
En
su prólogo, cuidadosamente, Castillo cita el poema “Los Nadies” de Eduardo
Galeano: “Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada. Los nadies:
los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos: Que no son, aunque sean. Que
no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino
supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura,
sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen
cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la
historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que
cuestan menos que la bala que los mata”. Y una misteriosa identificación con
mis necesidades internas y mis observaciones colectivas se activa en mí con estas
palabras, recordándome la idea de un Jesús que puede percibirse en las miradas
de los oprimidos, en las arrugas de los despreciados, en las ideas de los
delirantes, en las ausencias de los exiliados, en los silencios de los odiados,
en las víctimas de los conflictos; imágenes que, creo, resultan comunes a todos
nosotros, que con el periódico en la mano vemos las realidades que abaten a
hombres y mujeres, a niños, a animales e incluso al planeta.
La
vida, como núcleo, aparece en esta postura teológica acerca del Reino de Dios, asunto
que ya bien estudiado por la teología cuenta con múltiples visiones, donde se
nos ofrece una amplia oferta frente a la cual esta mirada que expreso
corresponde sólo a un lente de los muchos con los que puede mirarse.
Durante
siglos hemos presenciado cómo instituciones y sujetos que atentan contra la
vida y la dignidad abundan en la larga historia de la humanidad; desde
multitudinarias guerras y cruzadas en contra de grupos específicos, hasta la
sorpresiva muerte que corre sin discriminaciones por nuestros barrios y calles,
nos ponen día a día, en lo cotidiano individual y en lo histórico colectivo,
frente a la pregunta por aquello “tan humano, o tal vez sobrehumano” que nos
aleja de Dios y de su mensaje de amor y de vida.
La
religión y la teología han jugado un papel vital en este aspecto, tanto como
promotoras de la fe y el amor al prójimo, como, paradójicamente, instauradoras
de serias agresiones contra la vida de los hombres. Sin embargo, la primer
tarea antes descrita, sigue teniendo fuerza en nuestro trasegar, y ha de
ser una obligación nuestra, pues una parte del alma busca en lo espiritual la
presencia de la energía divina y mistérica de Dios. Cuando evoco a Barth con la
Biblia y la prensa, me acompaña el sentimiento de responsabilidad que nos
convoca a aquellos cuyas vocaciones nos han llamado en favor del amor
cristiano, especialmente frente a temas como el de este encuentro: la
construcción de la Paz .
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Curiosamente,
una de las razones por las que mi alma busca en la teología herramientas
terapéuticas para mi trabajo de acompañamiento psíquico, es el conflicto
interior, generado en múltiples ocasiones por la falta de fe, por la pobre
noción de “la vida” y el vacío que esto genera: la inconsciencia de Dios
y de su amor, nos arroja a un terreno de temores y conflictos, no sólo frente a
nuestra propia humanidad, sino también frente a la de los demás. Siento
una enorme conexión y conmoción interior cuando Castillo nos plantea lo que él
llama “los beneficios de la religión”, diciendo que ella nos ayuda a aminorar
el dolor y el sufrimiento que acarrea nuestra condición finita y humana, que nos
proporciona de sentido la vida y que nos conecta con valores supremos a través
de los rituales y las experiencias, en los que la confianza, la fe, la
seguridad, la fortaleza y la esperanza despiertan de nuevo en el hombre, como
posibilidades de Paz y reconciliación. La
crítica de Castillo apunta fuertemente a los grandes errores que las religiones
han cometido, denominándolos “comportamientos atroces”, aspectos que considero
necesarios de recordar, sobre todo por el carácter de compromiso al que nos
exhortan, siendo también nosotros responsables del pensamiento popular religioso
como teólogos, y particularmente del pensamiento y de la acción actual, e
incluso futura: el silencio, legitimar autoridades e instituciones que
causen agresiones a la vida y a la dignidad de las personas, se muestran como
ideas que me cuestionan y me impactan profundamente, pues nos concierne hablar
de “el Reino” en realidades complejas y poderosas, enemigas de la dignidad de
la vida del hombre.
Y
esta agresión contra la vida y la dignidad humana, está íntimamente ligada con
el “poder”; cito a Castillo: “cuanto más
noble es el motivo que legitima al poder, más peligro hay de que quien lo
ejerce se sienta en paz con su consciencia al poner en práctica el poder
presuntamente divino que confunde con sus propias decisiones”, y me arroja con
esto a una discusión interna y a una reflexión con un tinte filosófico acerca
de esta delgada línea que divide en lo humano el bien del mal, el poder de la
humildad. Esta se constituye entonces obligatoriamente como una pregunta
personal y psicológica, que me obliga a hablar del poder, entendiendo que “donde
hay poder no hay amor”, como lo nombra Jung, es decir, hay conflicto. En
términos psíquicos, el poder alimenta al ego, le propicia la extraña sensación
de superioridad, e instaura en quien lo ejerce y quienes están a su alrededor
tensiones y violencias, que alejan al hombre del “humus” de donde proviene, de
la humildad que nos fue enseñada por Jesús, y que debemos practicar con
disciplina y con arduo trabajo interior.
¿De
qué Reino hablamos entonces? ¿Cómo entendemos individualmente esta noción que
es “lo típico” en Jesús?.
En
la predicación de el Hijo el Reino era central y su vida era la forma de
mostrar que éste ilustraba las mediaciones en las que los seres humanos podemos
encontrar a Dios y a Jesucristo, alumbrándonos el camino para encontrarnos con
Dios… una ruta oscura y desolada en el alma de esta masa contemporánea a la que
pertenecemos.
Históricamente
tampoco nos resulta claro ni explícito a qué se refiere el Reino, pues el
lenguaje de Jesús, con la parábola como figura predilecta, busca siempre dejar
algo en el misterio, ya que es trabajo del alma del hombre entender con una comprensión
profunda y particular lo que significa una noción como ésta que no logra pasar completamente
por la palabra. En los Evangelios, por ejemplo, no se define qué es el
Reino de Dios, sólo se dice que está cerca, y sin embargo, pareciese que este
tema se convirtió fácilmente en interés de muchos. ¿Qué esperaba la gente?,
se pregunta Castillo, y nos introduce en una exégesis histórica que dibuja un
Israel - no muy lejano de nuestra Colombia – donde “los nadies” eran
exiliados por poderes sociales, políticos, religiosos y hasta existenciales.
Y ante cada uno de estos poderes, parece que Jesús y su mensaje del
Reino, encendían en el pueblo la poderosa chispa de la esperanza, mientras que
en los dirigentes, como suele ocurrir, al ver la amenaza que esto representaba
para ellos, se incubó el rechazo a Jesús, a sus acciones y predicaciones.
Acarreando
reales conflictos, esta estrecha relación e identificación que generó Jesús con
los débiles, con los excluidos, con los nadies, con los que “carecen de
significado político e intelectual”, con los pecadores, los enfermos, los
endemoniados, las prostitutas, llevó a los dirigentes a sospechar y a
temer por las revueltas y las ideas aparentemente revolucionarias que podían
hacer que el pueblo se rebelara ante el poder parcializado que ellos ejercían.
Y
“si era gente sencilla – nos hace sospechar Castillo – lo del Reino era
sencillo”. Y desarrolla esta conexión de Jesús con aquellos excluidos,
recordándonos que Dios revela sus misterios más profundos a los sencillos y los
oculta a los sabios y entendidos, como nos muestran Mateo 11, 25-27 y Lucas 10,
21 y s., recordándonos de nuevo la pregunta por lo humilde en oposición a lo
poderoso. La Ley del Primer Testamento y la veeduría de su cumplimiento en el
Israel judío de aquél entonces, ejercía una influencia determinante en la vida
de esta sociedad, pues el sometimiento fiel a la Ley establecida era la
condición necesaria para la llegada del Reino, y la relación con un Dios
ambiguo y siniestro generaba temores y particulares acercamientos a Él. Pero el
“yugo” del que Mateo nos habla es un yugo “suave”, y con esta característica
surge como transformadora la propuesta de Jesús de un Reino que se entusiasma y
se libera de la pesada responsabilidad reguladora a la que amarraba el
cumplimiento de la Torá.
A
estas alturas, donde mucho y nada se ha dicho, se nos viene planteando la inquietud
acerca del cumplimiento del Reino; entonces ¿la proclamación del Reino es
un promesa futura?, o ¿su presencia es inminente en el aquí y el ahora a pesar
de las realidades que aparentemente nos alejan de él?. Si el Reino habla
de la vida y de la dignidad de ésta, propone Castillo, no se habla de una “vida
futura” ni mucho menos, sino que se refiere a una realidad presente y operante
en esta vida, porque el Reino llega a lo humano y promueve la “humanización” de
la que muchas veces carecemos, liberándonos del sufrimiento, de la indignidad y
de la indulgencia.
Los
múltiples milagros de Jesús (entre los que se cuentan las curaciones a enfermos
que se creían ya incurables, la resurrección de los muertos, la expulsión de
demonios y el mensaje de la bienaventuranza) son actos que manifiestan la
presencia actual del Reino y que evidentemente no serán aceptados por las
instituciones de poder de su tiempo, y tal vez tampoco por las de ahora,
lo que marcará otra característica de la forma en que Jesús presenta el
Reino: su carácter transgresor. Aquí quisiera hacer un paréntesis
analítico; pues, paradójicamente, buscando la resolución de los
conflictos, nos encontramos con la necesidad no literal sino más bien simbólica
de generar conflicto, de transgredir nuestras ideas e incluso las rígidas leyes
de otros, de generar preguntas que en lo humano no pueden manifestarse sino de
maneras opuestas, donde lo que se considera establecido debe ser cuestionado en
la interioridad de cada hombre, para tomar una posición activa y consecuente
con quien está siendo al referirse a temas que nos enfrentan con la vida: la
nuestra, la de los otros, la de nuestras comunidades.
El
mismo Jesús nos ha mostrado de qué se trata, pues no es de dudar que actos como
los suyos pudieran verse bajo un lente transgresor, ya que la prioridad
que Él da a la vida por encima de las normas, no conoce horarios ni días para
amar a quien lo necesita, pues es humilde.
¿Está
la religión del lado de la vida o de la muerte?. Sin duda de la vida, del
Reino, del amor, lo que nos lleva en ocasiones a perder la Paz para poder
hallarla.
Pero
seguimos cuestionados por los problemas reales, pues tener una consciencia como
la de Jesús implica un difícil ejercicio humano; en una sociedad que necesita
limitar y regular al hombre para una convivencia en un contexto predeterminado,
estar siempre a favor de la vida sobrepasando en cada caso la ley necesitaría
sistemas legislativos y egos individuales completamente flexibles, comprensivos
y amorosos que pondrían en duda cualquier tipo de autoridad ejercida por “los
señores que presumen portar el poder de ejercer la regulación normativa”.
Además, la vida sigue siendo una noción amplia y compleja de comprender, sobretodo
cuando hablamos no sólo de vivir, sino también de vivir con dignidad, otra
premisa del Reino que presenta Jesús a su pueblo y que dará como resultado un
aspecto conflictivo de su proclamación, pues Él defiende la vida y con ello nos
recuerda que incluso actualmente aquél que defiende la vida per se “no puede
hacerlo impunemente”, ya que tanto allá como aquí, fácilmente es silenciado por
aquellos poderosos que acallan a quienes les conviene.
Entrar
en conflicto con los “enemigos de la vida” será un acto heroico de Jesús, quien
no solo se enfrentará a los demonios sino también a los escribas y sacerdotes,
a quienes el exceso de poder los ha llevado a ir en contra de sí mismos y de la
vida de los demás, expulsando a aquellos que se presentaban como diferentes y
por ende como pecadores, como “los de menos”, como “los nadies”.
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La
real fiesta de la vida, pienso, la fiesta del amor y del disfrute, de la
conexión con el prójimo y con uno mismo, era y sigue siendo para lo
humano una imagen lejana y utópica, debido a la desconexión que tenemos con el Dios
del amor, intuyo. Y me pregunto entonces ¿quiénes son, más allá de las
instituciones, los gobiernos o los poderes armados los “enemigos de la vida”?.
Y sigo creyendo que todos tenemos una responsabilidad qué asumir en este
asunto. También yo he sido enemiga de la vida, también los enemigos nos asechan
en la oscuridad de la noche con ideas y sentimientos que inflaman nuestro ego y
nos hacen creer superiores a los demás, desconectándonos de ellos, de la
felicidad de ser todos hermanos en Cristo a pesar, o gracias a, nuestra
diversidad.
El
otro y su importancia nos es recordado con la regla de oro de las religiones
“no hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti”. Y señala Castillo
que cuando la religión (o cualquier otro saber o poder) nos pone por encima de
los demás es vacía, y no está cumpliendo su verdadero objetivo de amor
compasivo por el otro.
¿Cómo
ayudamos entonces, como discípulos de la Palabra, a que el Reino de Dios esté
aquí y ahora, promoviendo el estado de Paz que anhelamos en un mundo que nos
enfrenta constantemente al conflicto?.
No
puedo dejar de pensar en algunas luces que se me ofrecen en términos humanistas
y humanitarios, observando un país donde la muerte y el odio se concretizan en
cada esquina, en cada acto vacío de amor que proferimos a lo otros y a nosotros
mismos, donde los poderosos se apoderan de la libertad de los “nadies”, donde aquella
imagen del Dios amoroso que nos presenta Jesús resulta ajena y se ve
tergiversada por los ideales económicos, egóicos y de poder de nuestra era.
El
rechazo que el ego racional y contemporáneo ha generado contra lo diferente,
nos posiciona de nuevo en la “ética de la observancia” y nos aleja de la “ética
de la solidaridad”, nos hace individualistas y no individuados, nos encierra en
la soledad del ego y nos niega la necesidad de ser donados, a la que estamos
convocados por la conexión con Dios en lo humano, lo que cuestiona nuestra vida
como hijos de Dios en un mundo que necesariamente ha de vivir en comunidad.
¡Qué
lejos estamos del Reino de Dios!, pienso.
Y como me ocurre a menudo me lamento por esta humanidad deshumanizada…
vacía de lo sagrado.
Pero
si de esperanza hemos de hablar, como psicóloga he de insistir en la importante
reflexión sobre la responsabilidad individual y particular que en cada sujeto
debe acontecer respecto a estos temas, especialmente en aquellos cuyas
vocaciones nos han llamado en amor del favor cristiano, y me recuerdo todos los
días, como futura teóloga que no basta con ser conscientes de la realidad que
nos circunda, que el periódico del día ha de servirnos como símbolo constitutivo
de un acontecimiento fundamental en una realidad que debe ser transformada por
todos.
Dice
Carl Gustav Jung, que “si la teología sirve para algo, debe servir para los
hombres”, y ante el conflicto, el diálogo y la reconciliación nos vemos todos, desde
ya, como ciudadanos y futuros teólogos cuestionados y dispuestos a proponer
nuevas vías a los retos de la teología frente a la construcción de la Paz. Considero
importante el aporte espiritual no sólo de la psicología, sino incluso de la
misma teología que nos invita a mirar en nuestros propios corazones como paso
vital para la relación con los demás.
Recorriendo
el puente multidisciplinario, creo entonces que desde la perspectiva de la
psicología profunda podemos preguntarnos en términos “teológicos”, ¿cómo se
enfrenta el hombre mismo con sus propios "enemigos interiores" que se
oponen a la vida misma y por ende a la vida del otro?. ¿Cómo entendemos que el
"poder y la ley" no sólo son nociones políticas, sino también
individuales, éticas y psicológicas? ¿Cómo nos hacemos conscientes de la gran
responsabilidad que tenemos como representantes de la Iglesia frente a un mundo
que se ha desilusionado un poco de ella?
No
me interesa que todos vayamos a psicoterapia, ni mucho menos que empuñemos las
armas o que nos polaricemos y tomemos decisiones políticas y sociales
radicales, sólo propongo que reflexionemos y nos cuestionemos. Como terapeuta estoy convencida que el problema
del hombre consigo mismo es evidentemente la primer realidad conflictual a la
que un individuo debe enfrentarse, comprendiendo que la forma personal en que
entendemos el poder, al otro, la ley, la dignidad y la vida, serán las imágenes
que luego compartiremos en nuestro acontecer colectivo, por lo que estas ideas
deben ser primero iluminadas en la reflexión interior, silenciosa, individual y
cotidiana, donde el Reino está presente, o no, donde el amor y la caridad se
convierten en gestos naturales, o no, donde mi relación con los más cercanos e
incluso conmigo mismo es una relación que busca la resolución pacífica de los
conflictos, o no.
Aunque
nos comprendo humanos, no concibo a hombres y mujeres que hablan de Dios, de
Paz y de amor, cuando sus vidas reales están vacías de estas nociones, cuando
son incapaces de ver a Dios en los ojos del que sufre, de entender la Paz como
una búsqueda que sucede en cada minuto de nuestra vida, de amar a quien es
diferente, a lo otro, a los otros, humanos, naturales o animales.
Vivimos
en un mundo interior y exterior que se encuentra generalmente polarizado, donde
los buenos son unos y los malos otros, donde la víctima y el victimario se
oponen dividiendo países, familias y barrios, donde juzgamos y proyectamos los
aspectos negativos en aquellos a quienes acusamos de generadores de conflicto;
pero ¿qué tan literal es esto? . ¿No creen que es necesario revisar también
cuáles son nuestros aportes al conflicto que se vive actualmente en nuestro
país y en el mundo?, ¿no seremos todos responsables de alguna manera como
habitantes de este planeta de lo que pasa en cada rincón de él?. Para la
psicología analítica el trabajo de integración de aquello que denominamos
sombra, lo diferente, es la primer tarea para que podamos hablar de conflicto,
de resolución, de reconciliación, de Reino y de Paz.
Y
diserto finalmente con otra evocación, esta vez de Leonardo Boff cuando anuncia
que “el Reino de Dios no es un territorio, sino un nuevo orden de las cosas”, un nuevo orden que construimos todos, un nuevo
orden del que, insisto, todos somos
responsables.
[1] CASTILLO, J. (1999) El Reino de Dios. Por la vida y la dignidad
de los seres humanos. Vizcaya, España.
Editorial Desclee de Brouwer.
[2] Sombra: la parte inferior de la personalidad. La suma de todas
las disposiciones psíquicas personales y colectivas, que no son vividas a causa
de su incompatibilidad con la forma de vida elegida conscientemente y se
constituyen en una personalidad parcial relativamente autónoma en el
inconsciente con tendencias antagónicas. Tomado de: JUNG, C. (2005). Recuerdos,
sueños, pensamientos. 7ma. Ed. Barcelona, España. Editorial Seix Barral.