Se publica en castellano el estudio sobre el arquetipo del Padre y su lugar en un probable pospatriarcado, del analista italiano Luigi Zoja a quien hemos leído en algunos grupos en Casa Jung y quien ha visitado Colombia en varias oportunidades. Transcribimos aquí el fragmento con el que se promociona la publicación en varios sitios de la web.
EL GESTO DE HÉCTOR. Prehistoria, historia y actualidad de la figura del padre.
Editorial Taurus 2018 Fragmento PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN (2016) UN ORIGEN SIN PADRE Han pasado cincuenta años del que fuera el estudio más sobrecogedor sobre el Estados Unidos decimonónico: el informe Moynihan (1965) acerca de la familia afroamericana.[1] El documento confirmaba que esta había cambiado poco, a pesar de que había pasado un siglo desde la liberación de los esclavos (1865). El senador Moynihan pedía a Estados Unidos una «acción» (action) en beneficio de los descendientes de esos esclavos: la mera intervención pasiva —la abolición de la esclavitud— no había bastado para insertar en la sociedad a la población africana llevada a Estados Unidos a la fuerza, población que, en cierta medida, había permanecido ajena a la cultura nacional.
Después de Moynihan, a pesar de la mayor toma de conciencia respecto al problema y del latigazo de orgullo que ha supuesto la presidencia de Obama, la plaga de chavales negros sin una auténtica familia —esto es, que les falta un principio paterno— se ha agravado aún más; también porque se asocia con las diferencias de clase, que han continuado aumentando y sitúan a los afroamericanos siempre en el último lugar. Según los datos oficiales, en 2014 solo el 29 por ciento de los niños afroamericanos conservaba a ambos progenitores.[2] Al llegar al nuevo continente, sus antepasados carecían de sociedad, de familia, de cultura y de objetos personales; poseían las cadenas, pero ni siquiera eran los auténticos propietarios de estas. Paradójicamente, estos hombres negros han anticipado lo más importante e irremediable del deterioro de sus primos blancos: el desmoronamiento del padre, esa construcción que había encontrado su expresión en la familia monógama y patriarcal de Occidente y que le había acompañado en su conquista del mundo. Durante siglos, desde el momento en que comenzaron a ser encadenados y transportados en los barcos negreros, aquellos postafricanos —hoy buena parte de ellos son preestadounidenses— no han sido ni sociedad, ni familia, sino individuos dispersos. Más aún, ni siquiera eso: eran mercancía. El niño que había nacido esclavo únicamente tenía a su madre, que lo alimentaba, cuidaba de él, le enseñaba a hablar y le proporcionaba una rudimentaria educación. Todo esto sucedía con arreglo a lo establecido, pues también a los amos les interesaba hacer crecer su mercancía de una forma eficaz. En cambio, no se esperaba nada similar del lado paterno. Las uniones entre esclavos no gozaban de reconocimiento legal, y el matrimonio constituye un acto oficial que requiere una personalidad jurídica. Como los animales, los humanos esclavizados tampoco podían concertar matrimonios. Existían grupos familiares de hecho, en ocasiones sólidos a causa de la trágica condición común, alentados hasta por los amos, convencidos no tanto de que las relaciones afectivas constituyeran un valor en sí mismas como de que desalentaban la fuga de sus posesiones dotadas de piernas. El padre, sin embargo, aunque perteneciera al mismo propietario que la madre y el niño, podía ser vendido de forma separada en cualquier momento. Como puede leerse en La cabaña del tío Tom, la pérdida de lo afectivo, literalmente subordinado al mercado, constituía una pobreza psíquica más devastadora que la material, porque ni siquiera hoy existe una forma de pago que por sí sola pueda remediarla. Por tanto, hace ya centenares de años que la esclavitud de Estados Unidos había anticipado la desintegración actual de la familia por medio de la destitución del padre. Faltaba la libertad, pero también la pareja básica tradicional y, por tanto, la familia. Una exclusión que aún en la actualidad provoca que pueda utilizarse poco la libertad, a ciento cincuenta años del día en que fue recuperada, y que constituye el antecedente de la pobreza, tanto económica como civil, de la población afroamericana. La irrelevancia del padre puede resumirse con toda claridad mediante la norma más decisiva que determinaba la condición jurídica de un ciudadano: se consideraba libre a aquel que nacía de una madre libre, y esclavo al hijo de una madre esclava.[3] La ley no tomaba en absoluto en consideración al padre o, mejor dicho, al macho que había engendrado al niño, al mero semental. En la historia y en la psicología predominantes, a la palabra «padre» se le asocian derechos (de mandar) y deberes (de educar y de alimentar) ausentes en la esclavitud. Resulta inevitable que se callara sobre esto, además, por otro motivo no previsto en las leyes y apenas debatido en voz baja: entre los esclavos, una parte no pequeña de los embarazos eran fruto de los amos que buscaban una diversión fácil. Con la información que ofrece en la actualidad el análisis de ADN, aquello que se había susurrado durante siglos se ha transformado en una certeza. Entre los afroamericanos crece, hoy, un turismo de la memoria humillada. En un número cada vez mayor, estos visitan los lugares en los que sus antecesoras fueron raptadas: basta un examen de sangre para conocer el patrimonio genético y, por tanto, para saber de qué parte de África se es originario. Sin embargo, a menudo el ADN los lleva de vuelta a Estados Unidos: según un investigador de Harvard, un tercio de ellos desciende de un hombre blanco.[4] COINCIDENCIAS ENTRE LO POSPATRIARCAL Y LO PREPATRIARCAL
En los varones, la vuelta a los instintos prefamiliares y preculturales es, no de un modo ocasional, sino de forma estructural, más difícil de evitar que en las mujeres. El incesto paterno, por ejemplo, resulta más frecuente que el materno. En la propia naturaleza, en los estadios evolutivos cercanos al ser humano —entre los grandes simios— la madre no copula con su hijo macho: el instinto se desvía en otra dirección durante la larga intimidad corporal a lo largo del desarrollo; y algo parecido ocurre entre hermanos y hermanas, por lo menos entre los que pertenecen a una misma camada. En cambio, en la sociedad animal y por lo común, el padre (mejor dicho, el progenitor masculino) nunca sufre esta inhibición que se corresponde con la base zoológica de un fundamento antropológico: el tabú del incesto.
La selección positiva produjo un aumento del número de varones que cuidaban a sus hijos: estos, sin duda, tenían más probabilidades de sobrevivir que los demás. Al «desear» ser padres, debían crearse una disciplina, una rigidez, una «armadura de Héctor»; o sea, una contención mayor del impulso instintivo respecto de quienes solo eran machos. Se trata de una norma precultural superpuesta al instinto que resulta perceptible aún hoy en gestos torpes que pueden molestar o hacer sonreír a las madres. Sin embargo, esto no es tan importante como el hecho de que esta vaga turbación no tiene su correlato en el mundo femenino, en el cual la educación y el instinto presentan una mayor continuidad. ¿Por qué es tan difícil abrazar a los padres?, me preguntó una vez con justificada seriedad un grupo de psicólogos polacos. En la naturaleza, el macho adulto conoce y busca, sobre todo, el abrazo sexual, en tanto que el abrazo protector es para él una experiencia casi olvidada, de cuando era un cachorro; una condición fundamentalmente pasiva. Debido a ello, a pesar de que la civilización enseñe cortesía y buenas maneras, las manifestaciones de ternura o de protección del gesto erótico masculino resultan, en privado, difíciles y son bastante raras y torpes. Y las compañeras lo lamentan. El varón debe pensarlo, convertirlo en intención: la tarea principal para la cual está programado su cuerpo es la sexualidad, y milenios de machismo han permitido la fácil supervivencia de esta falta de delicadeza. Alguien podría objetar que, subrayando este instinto, podemos proporcionar una coartada para una sexualidad masculina violenta: «Me ha provocado», dicen los violadores más reincidentes. Sin embargo, los actos violentos lo son en relación con el daño objetivo que se inflige a la víctima y, por esta razón, han de condenarse en cualquier caso. Si no fuera así, deberíamos castigar con menor gravedad los asesinatos cometidos por un ser humano, porque —tanto en la naturaleza como en la civilización— los machos poseen un impulso de matar más arraigado. Esto no impide intentar comprender las circunstancias subjetivas de quien comete el homicidio, las cuales varían, parece claro, entre mujeres y hombres. Históricamente, las normas, y todo el mundo jurídico, se han desarrollado, por tanto, de forma paralela al patriarcado. Como decíamos, los machos, con el fin de convertirse en padres, han debido darse normas. Construirse esta identidad, exhibirla después con cierta superioridad y una ligera pizca de ironía, y, finalmente, proyectar al exterior la disciplina que se habían impuesto: en torno a este germen se ha desarrollado la sociedad humana más rica y compleja en todos sus aspectos, la del Occidente patriarcal. Como ninguna otra en la historia, se la ha imitado —mediante la llamada globalización— y criticado a la vez. Con todo, mientras sus formas culturales (la economía de mercado, los medios de comunicación) de los siglos XX y XXI han seguido difundiéndose en otros países, en el mismo periodo su forma privada (la familia patriarcal) ha mostrado, en cambio, un fuerte declive. No se ha probado en absoluto que fuera la única posible, pero tampoco se han mostrado qué otras podían reemplazarla. ¿Cómo funcionarán las estructuras externas de la sociedad sin este pilar interno? Solo sabemos que la identidad masculina en su totalidad sufre una desintegración desconocida hasta ahora. En estudios realizados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el rendimiento de los varones en la escuela (un indicador de la dirección que seguirán como adultos) ha seguido cayendo en relación con el de las mujeres. Trataremos sobre este asunto en el capítulo 4. Puede suponerse que la involución no es ajena a la desintegración del modelo mas
Editorial Taurus 2018 Fragmento PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN (2016) UN ORIGEN SIN PADRE Han pasado cincuenta años del que fuera el estudio más sobrecogedor sobre el Estados Unidos decimonónico: el informe Moynihan (1965) acerca de la familia afroamericana.[1] El documento confirmaba que esta había cambiado poco, a pesar de que había pasado un siglo desde la liberación de los esclavos (1865). El senador Moynihan pedía a Estados Unidos una «acción» (action) en beneficio de los descendientes de esos esclavos: la mera intervención pasiva —la abolición de la esclavitud— no había bastado para insertar en la sociedad a la población africana llevada a Estados Unidos a la fuerza, población que, en cierta medida, había permanecido ajena a la cultura nacional.
Después de Moynihan, a pesar de la mayor toma de conciencia respecto al problema y del latigazo de orgullo que ha supuesto la presidencia de Obama, la plaga de chavales negros sin una auténtica familia —esto es, que les falta un principio paterno— se ha agravado aún más; también porque se asocia con las diferencias de clase, que han continuado aumentando y sitúan a los afroamericanos siempre en el último lugar. Según los datos oficiales, en 2014 solo el 29 por ciento de los niños afroamericanos conservaba a ambos progenitores.[2] Al llegar al nuevo continente, sus antepasados carecían de sociedad, de familia, de cultura y de objetos personales; poseían las cadenas, pero ni siquiera eran los auténticos propietarios de estas. Paradójicamente, estos hombres negros han anticipado lo más importante e irremediable del deterioro de sus primos blancos: el desmoronamiento del padre, esa construcción que había encontrado su expresión en la familia monógama y patriarcal de Occidente y que le había acompañado en su conquista del mundo. Durante siglos, desde el momento en que comenzaron a ser encadenados y transportados en los barcos negreros, aquellos postafricanos —hoy buena parte de ellos son preestadounidenses— no han sido ni sociedad, ni familia, sino individuos dispersos. Más aún, ni siquiera eso: eran mercancía. El niño que había nacido esclavo únicamente tenía a su madre, que lo alimentaba, cuidaba de él, le enseñaba a hablar y le proporcionaba una rudimentaria educación. Todo esto sucedía con arreglo a lo establecido, pues también a los amos les interesaba hacer crecer su mercancía de una forma eficaz. En cambio, no se esperaba nada similar del lado paterno. Las uniones entre esclavos no gozaban de reconocimiento legal, y el matrimonio constituye un acto oficial que requiere una personalidad jurídica. Como los animales, los humanos esclavizados tampoco podían concertar matrimonios. Existían grupos familiares de hecho, en ocasiones sólidos a causa de la trágica condición común, alentados hasta por los amos, convencidos no tanto de que las relaciones afectivas constituyeran un valor en sí mismas como de que desalentaban la fuga de sus posesiones dotadas de piernas. El padre, sin embargo, aunque perteneciera al mismo propietario que la madre y el niño, podía ser vendido de forma separada en cualquier momento. Como puede leerse en La cabaña del tío Tom, la pérdida de lo afectivo, literalmente subordinado al mercado, constituía una pobreza psíquica más devastadora que la material, porque ni siquiera hoy existe una forma de pago que por sí sola pueda remediarla. Por tanto, hace ya centenares de años que la esclavitud de Estados Unidos había anticipado la desintegración actual de la familia por medio de la destitución del padre. Faltaba la libertad, pero también la pareja básica tradicional y, por tanto, la familia. Una exclusión que aún en la actualidad provoca que pueda utilizarse poco la libertad, a ciento cincuenta años del día en que fue recuperada, y que constituye el antecedente de la pobreza, tanto económica como civil, de la población afroamericana. La irrelevancia del padre puede resumirse con toda claridad mediante la norma más decisiva que determinaba la condición jurídica de un ciudadano: se consideraba libre a aquel que nacía de una madre libre, y esclavo al hijo de una madre esclava.[3] La ley no tomaba en absoluto en consideración al padre o, mejor dicho, al macho que había engendrado al niño, al mero semental. En la historia y en la psicología predominantes, a la palabra «padre» se le asocian derechos (de mandar) y deberes (de educar y de alimentar) ausentes en la esclavitud. Resulta inevitable que se callara sobre esto, además, por otro motivo no previsto en las leyes y apenas debatido en voz baja: entre los esclavos, una parte no pequeña de los embarazos eran fruto de los amos que buscaban una diversión fácil. Con la información que ofrece en la actualidad el análisis de ADN, aquello que se había susurrado durante siglos se ha transformado en una certeza. Entre los afroamericanos crece, hoy, un turismo de la memoria humillada. En un número cada vez mayor, estos visitan los lugares en los que sus antecesoras fueron raptadas: basta un examen de sangre para conocer el patrimonio genético y, por tanto, para saber de qué parte de África se es originario. Sin embargo, a menudo el ADN los lleva de vuelta a Estados Unidos: según un investigador de Harvard, un tercio de ellos desciende de un hombre blanco.[4] COINCIDENCIAS ENTRE LO POSPATRIARCAL Y LO PREPATRIARCAL
"Héctor, Andrómaca y Astianacte". Por Gavin HAMILTON |
La selección positiva produjo un aumento del número de varones que cuidaban a sus hijos: estos, sin duda, tenían más probabilidades de sobrevivir que los demás. Al «desear» ser padres, debían crearse una disciplina, una rigidez, una «armadura de Héctor»; o sea, una contención mayor del impulso instintivo respecto de quienes solo eran machos. Se trata de una norma precultural superpuesta al instinto que resulta perceptible aún hoy en gestos torpes que pueden molestar o hacer sonreír a las madres. Sin embargo, esto no es tan importante como el hecho de que esta vaga turbación no tiene su correlato en el mundo femenino, en el cual la educación y el instinto presentan una mayor continuidad. ¿Por qué es tan difícil abrazar a los padres?, me preguntó una vez con justificada seriedad un grupo de psicólogos polacos. En la naturaleza, el macho adulto conoce y busca, sobre todo, el abrazo sexual, en tanto que el abrazo protector es para él una experiencia casi olvidada, de cuando era un cachorro; una condición fundamentalmente pasiva. Debido a ello, a pesar de que la civilización enseñe cortesía y buenas maneras, las manifestaciones de ternura o de protección del gesto erótico masculino resultan, en privado, difíciles y son bastante raras y torpes. Y las compañeras lo lamentan. El varón debe pensarlo, convertirlo en intención: la tarea principal para la cual está programado su cuerpo es la sexualidad, y milenios de machismo han permitido la fácil supervivencia de esta falta de delicadeza. Alguien podría objetar que, subrayando este instinto, podemos proporcionar una coartada para una sexualidad masculina violenta: «Me ha provocado», dicen los violadores más reincidentes. Sin embargo, los actos violentos lo son en relación con el daño objetivo que se inflige a la víctima y, por esta razón, han de condenarse en cualquier caso. Si no fuera así, deberíamos castigar con menor gravedad los asesinatos cometidos por un ser humano, porque —tanto en la naturaleza como en la civilización— los machos poseen un impulso de matar más arraigado. Esto no impide intentar comprender las circunstancias subjetivas de quien comete el homicidio, las cuales varían, parece claro, entre mujeres y hombres. Históricamente, las normas, y todo el mundo jurídico, se han desarrollado, por tanto, de forma paralela al patriarcado. Como decíamos, los machos, con el fin de convertirse en padres, han debido darse normas. Construirse esta identidad, exhibirla después con cierta superioridad y una ligera pizca de ironía, y, finalmente, proyectar al exterior la disciplina que se habían impuesto: en torno a este germen se ha desarrollado la sociedad humana más rica y compleja en todos sus aspectos, la del Occidente patriarcal. Como ninguna otra en la historia, se la ha imitado —mediante la llamada globalización— y criticado a la vez. Con todo, mientras sus formas culturales (la economía de mercado, los medios de comunicación) de los siglos XX y XXI han seguido difundiéndose en otros países, en el mismo periodo su forma privada (la familia patriarcal) ha mostrado, en cambio, un fuerte declive. No se ha probado en absoluto que fuera la única posible, pero tampoco se han mostrado qué otras podían reemplazarla. ¿Cómo funcionarán las estructuras externas de la sociedad sin este pilar interno? Solo sabemos que la identidad masculina en su totalidad sufre una desintegración desconocida hasta ahora. En estudios realizados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el rendimiento de los varones en la escuela (un indicador de la dirección que seguirán como adultos) ha seguido cayendo en relación con el de las mujeres. Trataremos sobre este asunto en el capítulo 4. Puede suponerse que la involución no es ajena a la desintegración del modelo mas