lunes, 23 de marzo de 2020

EL ERMITAÑO: Estudio de una imagen para la cuarentena.

Para estos tiempos de cuarentena global debida a la pandemia, necesitamos imágenes y símbolos que nos guíen y permitan fluir nuestra energía psíquica hacia la comprensión y transformación, sacándola de estados muy pétreos de miedo, pánico e ideas apocalípticas. El Ermitaño, así como todas las demás imágenes arquetípicas asociadas al recogimiento y cercanía con lo propio resultan muy precisas para estos momentos, aquí podemos incluir las imágenes de lo virginal, lo autofecundante y creativo por excelencia. La analista Sallie Nichols ha logrado en su libro amplificar de manera inteligente, sensible e intuitiva esas imágenes antiguas que nos ha legado la humanidad a través del tarot, un conjunto de representaciones arquetípicas sin autor conocido que, por ello, se emparentan con el mito y, podemos afirmar, nos convierte a todos en sus autores. Ofrecemos aquí este bálsamo refrescante, el agua vivificante de las imágenes arquetipales de El Ermitaño.



EL ERMITAÑO: ¿HAY ALGUIEN AHÍ?
Sallien Nichols*

Quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia adentro, despierta. Jung.

En la terminología junguiana el Ermitaño representa el arquetipo del Viejo Sabio. Al igual que Lao-tzu, cuyo nombre significa «anciano», el fraile aquí representado encarna una sabiduría que no se halla en los libros. Su don es elemental y no tiene edad, como el fuego de su lámpara. Es hombre de pocas palabras, vive en el silencio de la soledad, el silencio anterior a la creación sólo del cual puede tomar forma un nuevo mundo. No nos trae sermones, se ofrece a sí mismo. Por su simple presencia ilumina la búsqueda temerosa del alma humana y calienta los corazones vacíos de esperanza y de sentido.

Según Jung, esta figura personifica «el arquetipo del espíritu... el sentido oculto preexistente en el caos de la vida». Se distingue del Papa en que este monje no está entronizado como portavoz y arbitro de las leyes generales; se distingue de la Justicia en que no lleva ninguna balanza en la que pesar nuestros imponderables. Esta figura se nos muestra muy humana, caminando sobre el suelo e iluminando sus pasos sólo con la luz de su pequeña lámpara.

Como el Loco, es un caminante; la capucha de monje, prototipo del tocado del Loco, los conecta como hermanos en el espíritu. Pero la marcha de este viajero es más comedida que la de aquel joven loco. No mira por encima del hombro. Aparentemente, no necesita ya considerar lo que dejó atrás, asimiló la experiencia del pasado. Tampoco necesita escudriñar horizontes lejanos en busca de poderes futuros. Parece contento con el presente inmediato. Sus ojos están muy abiertos para percibirlo, sea lo que sea. Va a captarlo y lidiarlo de acuerdo con su propia iluminación.

Su lámpara parece un símbolo adecuado para la introspección del místico. Mientras el Papa enfatiza la experiencia religiosa bajo las condiciones que prescribe la Iglesia, el Ermitaño nos ofrece la posibilidad de la iluminación individual como una potencia humana universal, una experiencia no limitada a santos canonizados sino alcanzable, en algún grado, para toda la humanidad.

La llama que sostiene el Ermitaño podría representar la quintaesencia del espíritu inmanente en toda vida, el centro mismo del significado que es el fugaz quinto elemento que trasciende los cuatro de la realidad mundana. Nos ofrece esta luz interior, cuya llama dorada, por sí sola, disipa el caos espiritual y la oscuridad.

Esta llama está parcialmente oculta por una cortinilla que la protege de los elementos, y quizá también para que su brillo no ciegue al Ermitaño o deslumbre a aquellos que encuentre por el camino. Sabe que su fuego ha de controlarse cuidadosamente para que sea útil. Controlado, puede calentarle y protegerle de los animales; descontrolado, el fuego, por sí mismo, puede convertirse en una bestia rapaz que devore al Ermitaño y destruya su mundo.

Una de las cortinillas de la lámpara del Ermitaño es rojo-san-gre, de manera que la luz que se ve a su través esté en contacto con el color de la carne y de la sangre de la humanidad, teñida con las pasiones y compasiones que se destilan de la experiencia de una vida. Los otros colores de esta carta nos hablan de un acercamiento que es natural más que filosófico y abstracto. La capa del monje es azul celeste, color del Espíritu Celestial, tal como se expresa en la naturaleza. El forro es amarillo, sugiriéndonos la conexión con el «oro filosofal», esa pepita de significado enterrada en lo más profundo de la tierra y de la naturaleza humana; esta substancia preciosa que fue meta de los alquimistas descubrir y liberar. Como nos lo atestigua la llama del Ermitaño, él mismo consiguió esta meta.

Aunque se usen palabras distintas para expresar el deseo, hay hoy en día muchos que buscan ese tesoro, tanto literal como simbólicamente hablando. A nivel literal, el agotamiento de la energía y el exceso de población han empujado a los científicos a descubrir maneras nuevas de liberar las fuerzas gigantescas encerradas en la estructura atómica. Paralelamente, un empobrecimiento del espíritu humano, y la consecuente disminución de la energía psíquica, han forzado a un número cada vez mayor de seres humanos en todos los campos a mirar dentro de sí mismos para encontrar lo que Jung llamó «el desconocido sí-mismo», con toda su reserva de energía primaria, así como su sabiduría ancestral. Es un tiempo de búsqueda universal a diferentes niveles.

En los mitos y en los cuentos de hadas, cuando el héroe que va en busca del tesoro ha perdido su camino o ha vencido en una prueba, suele aparecer el Anciano que le entrega nueva luz y esperanza. De la misma manera, esta figura puede materializarse en nuestros sueños. Esto es especialmente cierto cuando nuestro dilema personal se hace eco de una prueba similar en nuestra cultura, ya que el Ermitaño ha encontrado dentro de sí-mismo lo que como sociedad perdió o ignoró. No es accidental, pues, que en la medianoche cultural de nuestro tiempo haya aparecido de repente, como una estrella, para que compartamos su antigua luz en nuestros problemas contemporáneos.

Aunque su reaparición pueda parecemos brusca, llega con gran retraso. Desde el comienzo de este siglo los poetas han visto avanzar la oscuridad. Hace más de cincuenta años, William Butler Yeats nos avisó:

Girando y girando en el amplio gris
el halcón no puede oír al halconero;
las cosas se derrumban, el centro ya no sostiene;
la anarquía pura anda suelta por este mundo,
la condenada marea de sangre se derrama y por doquier
lo mejor carece de convicción,
mientras que lo peor está lleno de intensidad apasionada.

¿Qué mejor descripción de nuestro presente dilema? El desgraciado «tema Watergate» de nuestra reciente historia no fue más que una pequeña escaramuza en un mar de confusión y corrupción en el cual el espíritu del hombre se ha visto inmerso por doquier. La ceremonia de la inocencia se ha visto ahogada y la anarquía anda suelta en la tierra. Como vio Yeats anteriormente, la debacle no es solamente algo concerniente al poder; esto era una cuestión superficial. Es el «centro» lo que ya no aguanta. Hay algo muerto y equivocado en el meollo de la vida. Estamos vacíos de significado.

Según Jung, la apremiante necesidad de encontrar un significado es el motor primario que hace nacer todos los aspectos de la psique, incluyendo la misma consciencia del ego. En contradicción con Freud, quien defendía que la necesidad de conciencia de la personalidad deriva de la libido sexual, Jung creía que el impulso que nos lleva hacia la búsqueda de significado existe al nacer como instinto en la psique humana. Sintió que el hombre es por naturaleza un animal religioso. Si aceptamos esta premisa, se hace cada vez más claro que la desvitalización presente de los símbolos religiosos convencionales, acompañado del resquebrajamiento de la estructura familiar, nos ha dejado a todos con un vacío insaciable en el centro mismo de nuestro ser. Aún gracias que no estemos rezando a falsos dioses y que nuestra «apasionada intensidad», sin uso, esté al servicio del diablo. Visto desde este punto, Watergate e incluso el fascismo son ambos alarmantemente comprensibles.

Hay una necesidad imperiosa en el hombre de sentirse apasionado por algo — encontrar sentido y propósito como parte de un gran designio que trasciende lo concerniente al puro ego—, dedicar las energías de su vida al servicio de una más alta autoridad. Como sabemos, empezamos nuestro viaje hacia la consciencia proyectando esta autoridad sobre figuras del exterior que pueblan nuestro alrededor (padre, presidente, rey, emperador, papa, cura, juez, gurú, etc.). En nuestra serie del Tarot, hasta ahora hemos acompañado al héroe mientras experimentaba algunas de estas figuras arquetípicas. Ahora, se enfrenta al Ermitaño. Si permanece abierto al mensaje del fraile, seguirá su ejemplo y empezará a descubrir y sentir su propia chispa interior, como hizo el Ermitaño. Si el héroe está dispuesto a observar y a escuchar, el Sabio Anciano le puede ayudar a encontrar una lámpara propia, pero si el héroe no está maduro todavía para el mensaje del Ermitaño, puede interpretarlo mal, de varios modos diferentes.

Como vimos en conexión con otras figuras del Tarot, una de las maneras de interpretar erróneamente el sentido de estos personajes arquetípicos es pensar en tal figura de manera literal y no simbólicamente. En el caso del Ermitaño, por ejemplo, el héroe podría dejarse crecer barba, vestirse con un sayal y sandalias y partir hacia tierras lejanas, en busca de un gurú en quien proyectar la sabiduría perfecta y la iluminación. Podría también encontrar un gurú ya dispuesto y a mano, quizá equipado ya con un grupo de seguidores atraídos por lo mismo y cuyas filas pasaría a engrosar.

En caso de que no encuentre a alguien en quien proyectar el Sabio Anciano, nuestro héroe puede poner en escena a su joven e inexperto sí-mismo. Si así fuera, el buscador podría iniciar un culto y atraer a sus propios seguidores o bien, aplastado por el peso del rol del arquetipo para el que no está de ninguna manera preparado, podría retirarse de la vida en absoluto. Podemos encontrarlo entonces, sentado en la plaza pública, con los ojos en blanco como una estatua; «petrificado», alejado de la humanidad y de la responsabilidad humana normal.

Identificarse con un arquetipo a cualquier edad puede tener consecuencias fatales. Puede uno engreírse, hincharse, fuera de la escala de las dimensiones humanas o aplastado por el peso de lo imposible; puede uno quedar reducido a un estado depresivo, como un vegetal. En ambos casos la personalidad humana queda tergiversada. El hecho cierto es que un personaje arquetípico es sobrehumano. Uno no puede jamás convertirse en una figura ar-quetípica. Cualquier intento en este sentido carece de esperanza y tiene elementos de tragedia. Pero cuando un joven reemplaza la capucha del feliz Loco por la del Ermitaño, el resultado es doblemente penoso, pues parecería que no sólo ha aspirado a lo imposible, sino que además ha abandonado en el camino las potencialidades doradas propias de la juventud. Es como si su calendario interior hubiera quedado revuelto.

Por supuesto, es nuestro calendario exterior y nuestra cultura la que está torcida, y nuestro tiempo fuera de límites. En la confusión actual, en nuestra búsqueda del Sabio Anciano que pudiera ayudarnos, nos hemos convertido todos en Hamlets: a veces descargamos nuestra espada sobre la irresponsabilidad, y al minuto siguiente nos enterramos en soliloquios conflictivos. Cada uno de nosotros está tentado vagamente de creer que él «nació para arreglarlo» (¡Oh, maldito rencor!).

Seres humanos de todas las edades, que navegan en la marisma cultural separados del dios interior, buscarán el espíritu en cualquier lugar, a veces, incluso en lugares no sagrados. Como reveló la Alemania de Hitler, cuando, enfrentados a la confusión, muchas personas se agarraron al primer uniforme propuesto, y salieron al paso de la oca a salvar el mundo. Todas las guerras son en algún sentido «guerras santas», esto es un axioma. Es igualmente cierto que incluso los hábitos de un pacífico monje o gurú tienen el poder de convertirse en un uniforme, tan mortal como cualquier alternativa de gobierno.

Buscamos al Sabio Anciano, pues pertenece a nuestra naturaleza instintiva el hacerlo y nos vemos conducidos hacia él por las ansiedades y los miedos de la civilización moderna. Uno de los impulsos más modernos es el que observó W. H. Auden: el terror al anonimato. En su poema «la edad de la ansiedad», caricaturizó nuestra época y habló por boca de todos al decir:

Los miedos que conocemos
Son de no saber. Nos traerá la noche
alguna orden horrible. Mantener una ferretería
en un pequeño pueblo... ¿Enseñar de por vida
ciencias a niñas progresistas? Se hace tarde.
¿Va a preguntársenos algo alguna vez? ¿Somos simplemente
no deseados en absoluto?

Por supuesto que se nos ha deseado varias veces ya. ¿Hay alguien ahí? El famoso viajante de Walter de la Mare lo preguntó hace ya medio siglo. Varias veces ya en nuestras vidas nos hemos enfrentado a ello, pero nadie ha captado el drama y el misterio de esa confrontación más agudamente que de la Mare:

¿Hay alquien ahí? preguntó el Viajero
golpeando la puerta iluminada por la luna;
Y su caballo, en el silencio mordisqueaba las hierbas
del suelo de heléchos del bosque:
Y un pájaro salió volando de la torre,
por encima de la cabeza del Viajero:
Y este llamó a la puerta por segunda vez:
¿Hay alguien ahí? preguntó.

 Pero nadie respondió al Viajero. A diferencia de T. S. Eliot, quien nos lo describió como a un «hombre vacío», incapaz de responder, de la Mare imaginó nuestra morada interior como una «multitud de fantasmas que escuchan», que oyeron llamar al Viajero, pero que no respondieron a su llamada. Uno puede ver a estos escuchas que se protegen silenciosos en las sombras, helados de miedo, no diferentes de muchos ciudadanos de hoy que se niegan a contestar por la calle al grito de un extraño, no vaya a ser que se vean «comprometidos». ¿Hay alguien ahí? Quizá el barbudo Ermitaño representado anteriormente ha regresado para ofrecernos una nueva posibilidad para esta pregunta mientras eleva su linterna y penetra en nuestra oscuridad.

Si en la realidad tuviéramos que enfrentarnos con esta figura en una noche oscura, haríamos un alto en la sombra para observarle antes de dar un paso adelante para identificarnos. Una mirada a los dulces ojos de este monje nos indica que ha caminado con esfuerzo a través de los siglos, no para predicar ni para reprendernos por hacer algo mal. Sentimos que lo que quiere realmente es saber quién, si es que hay alguien, está «ahí», y que va a aceptar cualquier respuesta que vayamos a darle, incluso nuestro silencio, si es eso todo lo que tenemos que ofrecerle. Sus ojos miran sin miedo, con calma, llenos de admiración, completamente abiertos. Podemos imaginar que su mente y su corazón están igualmente abiertos. Su expresión parece combinar la admiración de la niñez con la paciencia de la experiencia.

En muchos otros aspectos, este extranjero parece encarnar aspectos de los dos polos opuestos del ser. Su barba y su lámpara no sugieren la enseñanza y el espíritu masculinos, el fogoso yang, el polo positivo de la energía, mientras que su airosa capa y su gentil ademán nos indican una relación cercana al oscuro yin, la terrenal naturaleza femenina. Como san Francisco, debe de sentir una relación íntima y tierna con el hermano Sol y la hermana Luna, con todos los pájaros y bestias; al mismo tiempo, este ermitaño debe de tener el mismo aguante que san Antonio, quien resistió a miles de demonios, la aberración monstruosa del espíritu humano que tienta al hombre en su soledad. Quizá este Sabio Anciano ha regresado para enseñarnos el olvidado arte de la soledad.

Hoy en día se ha convertido ya en algo aceptable que somos una multitud solitaria. Los psicólogos nos han dicho cómo enmascaramos nuestro aislamiento pétreo en una asociación compulsiva espiritual que tiene poca relación con la relación humana. Nos han enseñado cómo defender nuestra tierna inseguridad con la armadura de la conformidad social. Algunas veces podemos ver estas terribles visiones internas plasmadas de un modo que hace temblar nuestros huesos. Atrapado en el metro en lo que llaman «hora punta», uno puede encontrarse como parte integrante de una horda de zombies anónimos, cada uno inmovilizado en un confinamiento solitario público, y cada uno encasillado en el propio símbolo de su status social, cada uno armado contra todo contacto humano, pero además cada uno protegido contra la verdadera soledad.

Siendo una nación de extra vertidos, nos hemos dirigido naturalmente a la terapia de grupo como antídoto para este aislamiento. Llenas de esperanza y de coraje, las almas timoratas se programan afanosamente alrededor de dinámicas de grupo, de encuentros de fin de semana para conseguir el descubrimiento del cuerpo, de lecciones llenas de alegría en grupos de meditación y así sucesivamente. En cada una de las estaciones de esta estéril peregrinación se preguntan tristemente los unos a los otros « ¿Quién soy yo? Tócame. Siénteme... reacciona a mi presencia... dime quién soy». ¿Nos hemos separado tanto de nuestra razón de ser interior que existimos solamente en relación con los demás?

Cada vez parece más difícil aceptar los parajes solitarios que llevan a la autorrealización. El arte de la individuación, convertirse en el único yo-mismo es (como su nombre indica) una experiencia intensamente personal y a veces muy solitaria. No es un fenómeno de grupo, comporta la difícil labor de desprender la propia identidad de la masa de la humanidad. Para descubrir quiénes somos, tenemos que extraer finalmente aquellas partes de nosotros mismos que hemos proyectado en otros, aprendiendo a encontrar en el fondo de nuestra psique las fuerzas y carencias que habíamos visto previamente solamente en otros. Estos reconocimientos se facilitarán si podemos retirarnos de la sociedad por breves períodos y aprender a dar la bienvenida a la soledad.

Como compensación, estos períodos de introversión nos traen el beneficio de un incremento en la vida de la imaginación. Al faltarnos otra compañía, los personajes de nuestro mundo interior salen a escena. Estos personajes aparecen a menudo como entidades vivas. Nos comprometen en diálogos inspirados; nos exigen que pintemos su retrato o que escribamos su historia. Algunas veces, nos cantan trayéndonos nuevas y frescas melodías. Aquí el Ermitaño puede ayudarnos. Si, engreídos por la desbordante inspiración creativa, tratamos de sobrevolar nuestro ser humano, puede ayudarnos a aterrizar de nuevo y escoger en este fuego dorado la llamita que resulte adecuada para nuestra única y humana lámpara.

Hoy en día cada vez son más los que, desencantados por la esterilidad espiritual del paisaje exterior y la colectividad impersonal de nuestra sociedad, buscan conscientemente la luz interior oculta; y es evidente que los seres humanos, por lo general reciben más bienes de la introspección que los que les pueda aportar nuestra cultura. Por ejemplo, estudios recientes nos dicen que en varias comunidades se resisten al intento de que les organicen un autocar que los devuelva con rapidez a sus hogares a través del tránsito, pues dicen que el tiempo que dedican a conducir hacia o desde el trabajo es la «única oportunidad» que tienen de estar solos. Quizá, con la ayuda del Ermitaño, nos podríamos atrever a permitirnos a nosotros y a otros la oportunidad de una introversión creativa en circunstancias favorables. Tales períodos de soledad no son morbosos ni antisociales; pueden devolvernos al mundo con una energía renovada para la acción y un agudizado sentido de nuestra identidad y de nuestro rol especial en relación con el mundo.

En el libro Ego y arquetipo, Edward Edinger reflexiona sobre el significado de la palabra «solitario», tal y como se utiliza en uno de los Evangelios Gnósticos. Señala que, en el origen griego, la idea de «soltero» o «solitario» puede traducirse también por «unido». Para ilustrarlo cita un fragmento del Evangelio de Tomás: «... Yo (Jesús) digo esto: Cuando (una persona) se encuentre solitaria estará llena de luz, pero cuando se encuentre dividida, estará llena de oscuridad». Pero, inevitablemente, cada uno de los que consiguen este tipo de unión interior, han de pagar el precio de la soledad, la culpabilidad y el sufrimiento, como le sucedió a Prometeo. En Relaciones entre el Yo y el Inconsciente, Jung amplió esta idea de la siguiente manera:

«El libro del Génesis representa el acto de devenir consciente como la ruptura de un tabú, como si adquirir conocimiento significara que una barrera sagrada hubiera sido saltada sin piedad. El Génesis tiene razón seguramente, ya que cada paso hacia una mayor consciencia es una forma de culpa prometeica. A través de tal acto, se les roba en algún sentido el fuego a los dioses. Esto quiere decir que algo que pertenecía al poder del inconsciente fue arrancado de alguna manera de sus conexiones naturales, pasando a subordinarse a la elección consciente. El hombre que ha usurpado el nuevo conocimiento sufre, sin embargo, una transformación o ampliación de su conciencia que ya nunca más se parecerá a la de sus compañeros. Se ha elevado por encima del nivel humano de su tiempo (“seréis como Dios”) y, al hacerlo, se ha alejado a sí-mismo de la humanidad. El dolor de su soledad es la venganza de los dioses.. .»

Resultado de imagen de zen hermits jocularly performing household taskJung aclara en algún otro lugar que la alienación experimentada por el solitario no supone un extrañamiento de su naturaleza humana. Significa simplemente que ya no permanece unido en la «participación mística», la inconsciencia primitiva compartida por toda la humanidad. Esta persona no tiene que permanecer alejada físicamente del mundo y de sus problemas; por el contrario, habiendo conseguido una unidad interior segura, puede sentirse más capacitada para exponerse al caos de los acontecimientos diarios, y con menos miedo a quedar confundido por ellos o a verse inmerso de nuevo en la inconsciencia anterior de la masa. En principio, tal persona seguirá involucrada en la vida, pero será así de una manera nueva. El hecho de que esta actitud no requiere manifestarse mediante actos o palabras extrañas se ve deliciosamente representado en la ilustración siguiente. Su título es: Ermitaño Zen ejecutando burlonamente las labores del hogar. Me parece que estos pequeños monjes tienen algo importante que decirnos sobre lo que significa la verdadera individuación. A pesar de que la nueva visión puede traernos nuevas ideas y oportunidades, esencialmente, en el puro centro del autoconocimiento yace la capacidad de aceptar la propia vida, (por simple y sencilla que sea) y ejecutar las labores necesarias de una manera auténtica. Personalmente creo que es más fácil hacer pronunciamientos sentenciosos que barrer los suelos y lavar la vajilla de forma «jocosa».

En el sentido mencionado anteriormente, quien haya alcanzado algún grado de autorrealización, es un «solitario» en relación con el resto de la humanidad y está abocado a seguir así hasta que los demás, cada uno a su turno y según su particular manera, alcancen un estadio de iluminación similar. Incluso más solos que un ermitaño, dice Jung. La raza humana, en virtud de su capacidad única para la consciencia, se encuentra sola en este planeta y separada de cualquier criatura viviente, debido a las diferencias psíquicas que existen entre ellos. Jung explica la situación del hombre de esta manera:

«Él es, en este planeta, un fenómeno único que no puede compararse a ningún otro. La posibilidad de compararse y, por lo tanto, de que surgiera el autoconocimiento, se daría tan sólo si pudiera establecer relación con los mamíferos casi humanos que habitan otras estrellas. Los diferentes grados de autoconocimiento dentro de su propia especie son poco significativos comparados con las posibilidades que aparecerían en el encuentro con criaturas de estructura similar pero origen distinto... Hasta entonces, el hombre ha de seguir pareciéndose al ermitaño.»

Queda por ver si nuestra exploración en campos más lejanos, al encararnos con criaturas humanoides, podría ampliar nuestro actual campo de consciencia. El comentario de Jung indica que tal confrontación podría suponer una ayuda beneficiosa para una consciencia más amplia.

Tradicionalmente, cuando la humanidad se ha visto enfrentada a un callejón sin salida en su evolución consciente, ha alzado los ojos al cielo en busca de salvación. En la antigüedad, esta ayuda se experimentaba como la intervención de un dios o figura divina salvadora, que descendía milagrosamente de los cielos. En la actualidad, el arquetipo del Salvador puede proyectarse a los habitantes de los Platillos volantes, criaturas humanoides de consciencia supuestamente superior que algunos imaginan sobrevolándonos como ángeles guardianes, esperando el momento propicio para descender e iluminar nuestra oscuridad. En el caso de que estas criaturas existieran, obviamente, su solo advenimiento no podría salvarnos. Como ya ha mostrado la historia, un «salvador» puede, como máximo, ayudarnos a encontrar el camino para salvarnos a nosotros mismos. Así pues, mientras unos suben a los cielos para investigar la realidad de estos mágicos objetos redondos que contienen la encarnación moderna del Sabio Anciano, el resto, nosotros, volvemos la atención hacia nuestro interior, en busca de la parte contraria de estas imágenes, pues éstas son las fuerzas que nos mueven en nuestra búsqueda final, cosa que, de hecho, es su razón de ser.

En su ensayo Platillos volantes: un mito moderno (en castellano “Sobre objetos que se ven en el cielo”), Jung comenta ampliamente el significado psicológico de nuestro interés por los ovnis. Apoya la idea de que (aparte de que sea cierto que existan estos objetos circulares en la realidad) es un hecho de significación psicológica considerable que haya personas en todo el mundo que digan haberlos visto en los cielos, o hayan experimentado su presencia en sueños y visiones. Comparando el Ovni con el mandala, la rueda solar y el «Ojo de Dios», Jung dice después:

«En la antigüedad, los ovnis podían entenderse fácilmente como “dioses”. Son manifestaciones implícitas de la totalidad, cuya forma redonda, simple, representa el arquetipo del sí-mismo, el cual, como sabemos por experiencia, juega un papel importante en la unión de los opuestos aparentemente irreconciliables y es por eso el medio más apto para compensar la mente dividida de nuestra época. Tiene un papel particularmente importante entre los otros arquetipos, ya que es el primero en regular y ordenar los estados caóticos, dando a la personalidad la mayor unidad posible, así como la plenitud.»

 Considerando el fenómeno ovni como una compensación para nuestra cultura de orientación grupal, Jung dice que «los signos aparecen en los cielos de modo que todos puedan verlos. Son como una pregunta para que cada uno de nosotros recuerde su alma y su totalidad, pues ésta es la respuesta que Occidente tiene que darle al peligro de la masificación».

El Ermitaño del Tarot puede, pues, simbolizar la humanidad que camina solitaria por esta tierra, llevando solamente la pequeña luz de la consciencia diaria para iluminar la creciente masifica-ción que trata de apoderarse de este mundo. El hombre está al borde de una revolución en potencia de la consciencia humana. Quizá la ayuda deseada descienda de los cielos, quizá se halle solamente en la constelación celestial que poseemos en nuestro interior.

El número nueve del Ermitaño refleja muchas de las ideas expresadas aquí. Manteniéndose en pie, el más alto entre los dígitos únicos, el nueve, representa la altura máxima del poder alcanza-ble por un solo número. En el contexto del comentario de Jung, podríamos observar el número nueve como el símbolo del punto más alto de la consciencia que puede alcanzar el Ermitaño, como hombre, hasta que pueda enfrentarse a otra criatura que tenga igual capacidad de comprensión, o bien hasta que pueda descubrir, dentro de su propia psique, dimensiones de conocimiento desconocidas hasta ahora.
En caracteres arábigos, (el número nueve escrito como un círculo con un uno como cola) presagia al número diez, en el cual la energía contenida en los círculos celestiales, se atrae a la tierra para permanecer al lado del número uno y entonces, con una nueva configuración, iniciar un nuevo ciclo de dimensiones ampliadas. Cuando esto sucede psicológicamente, la pequeña llama de la lámpara del Ermitaño se transforma en una iluminación de enormes proporciones.

En nuestro planeta, el número nueve es también un número de gestación humana, el período de preparación necesario para la creación de un nuevo ser. Para nosotros es también, según parece, un tiempo de preparación y de gestación. Mientras cada uno de nosotros no haya accedido a su propia lámpara, podríamos vernos cegados o destruidos por un flujo demasiado amplio de la iluminación celestial.

Históricamente también, este número nueve está conectado con la idea de gestación e iniciación. Apolonio de Tiana, el neo-platónico griego, lo consideraba un número sagrado. Sus discípulos llevaban este número como un amuleto y consideraban a parte la hora novena como tiempo de silencio. Prohibió a sus seguidores que pronunciasen este número en voz alta. Los candidatos a ser iniciados en los misterios de Eleusis atravesaban un período de nueve días. También para los romanos el nueve tenía un papel iniciático; celebraban un rito de purificación para todos los infantes varones en el día noveno después de su nacimiento. Enterraban a sus muertos en el noveno día y celebraban una fiesta llamada «no-venalia» cada nueve años, en memoria del muerto. Esta costumbre está aún viva en las novenas, un rito católico de oración celebrada durante nueve días consecutivos para rezar por las almas del purgatorio.

Matemáticamente, también el nueve tiene cualidades misteriosas, pues vuelve sobre sí mismo siempre. Por ejemplo: 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7 + 8 + 9 = 45, la suma de cuyos dígitos es 9. De manera similar, 9 + 9 = 18 = 9. También 9 multiplicado por cada dígito del 1 hasta el 9 produce un resultado que se reduce a nueve. Es fácil, pues, comprender por qué el nueve es el número de la iniciación, puesto que simboliza el viaje del iniciado hacia su autorrealización. Sea cual sea la circunstancia en la cual el iniciado empiece su viaje y sea cual sea la experiencia que encuentre en su camino, al final debe, también él, volver hacia sí-mismo.

Como sucede con todas las figuras arquetípicas, si descuidamos captar sus mensajes voluntariamente, nos veremos obligados a ello a la fuerza. Por ejemplo, el no atender a la llamada del Ermitaño a la introversión, puede dar como resultado una soledad forzada y un aislamiento derivadas de una enfermedad mental o psíquica. Si sabemos observar y escuchar, podemos aprender de este Sabio Anciano el arte de retirarse voluntariamente de la sociedad e introducirse de nuevo en ella de regreso, en el momento oportuno. Cuando el mundo exterior reclama nuestra atención, no podemos permanecer hibernados en nuestra introversión como el oso en su oscura caverna, ni podemos vernos forzados a la extraversión llevando constantemente la máscara de la sonrisa del posadero, porque nuestra verdadera identidad está todavía oculta, desconocida en el sótano de nuestro ser.

 Tal como está representado el Ermitaño en el Tarot de Marsella, nos señala su capacidad para hacer una discreta retirada y volver después. Es un personaje solitario, aunque vista los hábitos de una orden religiosa con los cuales debe de mantener algún contacto. Está representado en camino, lo que acentúa su capacidad para la marcha entre estos dos mundos.

Así como nuestro ritmo vital es medido alternativamente por la inhalación y la exhalación, de la misma manera sigue un modelo rítmico nuestra necesidad de introversión y extraversión. El Ermitaño es un maestro que nos ayuda a conocer nuestro propio pulso. Por la forma en que se curva su báculo, y su hábito con él, nos sugiere un ritmo tan natural como el de respirar. El plácido andar del fraile se hace eco del sereno «tempo» de su meditación. Visto a la media luz del ensueño, este Ermitaño parece moverse firmemente; el movimiento de su marcha apunta ya el gesto de su retorno. Parece estar diciéndonos que la vida es un proceso, no un problema, que el Tao es un viaje, no una meta.

Buda dijo: «El mundo es un puente, crúzalo; pero no construyas nada sobre él». Con la linterna que guía sus pasos, el Ermitaño no necesita casa. No está encargado de posesiones personales. Hoy muchos imitan su libertad en cuanto a las posesiones gravosas del hogar. Desprendiéndose de los bienes acumulados durante una vida, se trasladan a casas móviles, (tiendas de campaña o furgones), vagando por los bosques en busca de la serenidad. Desgraciadamente, liberarnos de nuestra carga psicológica no es fácil. La siguiente historia puede ser ilustrativa de ello; se refiere a un joven rebelde que, desprendiéndose de todas sus pertenencias materiales, cruzó el océano para consultar a un gurú famoso.

«Oh, Maestro» empezó diciendo sin aliento el buscador fervoroso, «Estoy avergonzado por no haber traído ningún regalo, vivo ahora con las manos vacías» y el maestro le contestó pausadamente: «Lo sé, hijo, lo sé; déjalo, pues».

Nuestro Ermitaño es sin duda este sabio. Es obvio que la luz de su lámpara penetra la oscuridad espiritual tanto como la temporal, puesto que el cielo que tiene encima es claro y sin nubes. Su visión interior penetra las divisiones arbitrarias de tiempo y espacio para revelarnos unos patrones del eterno presente llenos de significado. Consigue ver tan profundamente en el presente que aclara todo el tiempo: el pasado, el futuro, así como su interrela-ción. Más adelante, la evidencia nos confirmará el hecho de que a este sabio, como a Merlín, se le atribuye la posesión del tiempo, ya que en algunas barajas antiguas se le dibuja con un reloj de arena y a esta carta se le llama el Tiempo.

Este Viajero utiliza su lámpara para iluminar su propia oscuridad. Su luz brilla para otros, por supuesto, pero no lo hace de modo deliberado. Si las vidas son iluminadas a su paso, se deberá a que ha ayudado quizá de la única manera en la que el ser humano puede ayudar a los demás, esto es; siendo plenamente él mismo. En mi opinión, este Sabio ilumina la sabiduría de una antigua plegaria incomprendida atribuida a los Amigos que dice así: «Dios me libre de ser “útil”».

Quizá hoy más que nunca andamos sobre un suelo totalmente nuevo. En nuestro mundo actual no existen patrones establecidos de antemano, no hay un foco central utilizable por todos. Cada uno de nosotros debe de encontrar la manera de encender su propia chispa. Como ha demostrado la historia, no podemos depender de autoridades del «más allá» que nos suministren respuestas iluminadoras para aclarar los problemas planteados por la vida actual. En los años recientes, nosotros, las gentes de mundo civilizado, nos hemos sentado frente a los televisores, indefensos, viendo cómo historias de la vida real, historias de corrupción y derrota, de depresión y revolución, sobrepasando las barreras naturales, sociales, políticas e incluso nacionales, invaden nuestras salas de estar para alcanzar a nuestras conciencias y despertar nuestro espíritu. Durante todo este tiempo, el Ermitaño podría haber permanecido en pie, entre bastidores, esperando la señal para actuar. Quizá la oscuridad comience a disiparse de modo que el silencioso mensaje del Ermitaño aparezca claramente para todos nosotros: «Cada uno de nosotros debe descubrir su propia luz interior. En el momento en que traspasamos nuestra visión interior y nuestra responsabilidad a un imaginario «hermano mayor», sea político, psicólogo o gurú, hemos perdido, tanto nuestra identidad cultural como nuestra propia humanidad.

Si no lo sacas de ti mismo, ¿dónde vas a ir a buscarlo? Esta vieja cantinela resuena con fuerza en nuestros oídos. Quizá más que nunca debemos cobrar conciencia ahora de que la luz que buscamos no es una luz pre-dispuesta que nos llegará algún día del espacio exterior en un platillo volante... Hemos de hacernos a la idea de que el Espíritu Santo no es algo externo a nosotros, algo que algún día con suerte llegaremos a alcanzar. El Espíritu Santo es una minúscula llama creada de nuevo con cada ser humano en cada generación. Con cada inspiración incitamos o accedemos al «pneuma » y recreamos el Espíritu. El Cristo es concebido, no hecho, lo que equivale a decir que Él nace de nuevo en cada uno de nosotros.

 Prometeo robó el fuego del cielo y lo acercó a la humanidad. Me gusta pensar que el Ermitaño devuelve algo de este fuego sagrado a su fuente. Eso es lo que cada uno de nosotros hace al recrear el Espíritu.

¿Hay alguien ahí fuera? El Ermitaño espera nuestra respuesta.  

Sallie Nichols*Sallie Nichols. Jung y El Tarot. Ed. Kairós. Barcelona, 2002 pg. 232 y ss.

Sobre la autora: Sallie Nichols estudió en el C.G. Jung Institute de Zürich, mientras Jung estaba todavía al frente, y profundizó en la psicología arquetípica. Desde entonces ha enseñado, principalmente en el C.G. Jung Institute de Los Angeles, simbolismo del Tarot.