Presentamos un trabajo
que nos lleva a reflexionar sobre el literalismo de la consciencia colectiva
actual en oposición a la naturaleza simbólica de todo lo psíquico, y el lugar
de esta contradicción tanto en la vivencia diaria como en el relato
psicopatológico.
El texto fue presentado
por el autor como parte de los requisitos evaluativos del curso “Clinica
Junguiana”, en la Universidad de Antioquia (Medellín-Colombia). El autor está
terminando actualmente sus estudios de psicología en dicha universidad, con una
tesis sobre la muerte, vinculando para ello historia, filosofía, literatura y
psicología.
LA
PSICOPATOLOGÍA MODERNA COMO SUSTITUCIÓN DE UN MITO POR OTRO
Por
Andrés G. Vásquez Pérez.
La
metáfora nos facilita la evasión y crea entre las cosas reales
arrecifes imaginarios, florecimientos de islas
ingrávidas[…]
Y
el verdadero alivio que procura esta fuga al dominio de la imaginación,
le
permite [al sujeto] “el retorno a lo real”.
Hermann Pongs;
la imagen poética y lo inconsciente.
Al
leer el Apunte sobre el relato de
James Hillman (1990), me fue imposible evitar recordar cierto episodio jocoso
que me aconteció durante la semana anterior; me hallaba sumamente ocupado,
trascribiendo mis historias clínicas de los apuntes consignados en las libretas
de consulta al formato digital que exige la Dirección de Bienestar; mientras lo
hacía, un buen amigo mío (estudiante de filosofía) se me acerco para saludarme,
y hacerme la tan usual pregunta acerca de lo que me encontraba haciendo; a lo
cual, con cierta agudeza satírica, conteste: estoy escribiendo unas “literaturas
clínicas”, -al decirle esto me refería a lo literario que me resultaba
convertir las vivencias terapéuticas en narrativas psicológicas, en jerga
psicológica, por llamarle de algún modo. Mi amigo sonríe, y me contesta con otra
pregunta en idéntico tono de sátira; pregunta que si, ya que yo soy un junguiano (cosa que cree él, no yo),
no consideraba adecuado que mis historias fueran consignadas de la manera más
mítica y poética posible; me da el siguiente ejemplo: en vez de escribir: “el
sujeto presenta un espectro considerable de trastornos del estado de ánimo”, yo
debería consignar algo así como: “el Héroe-niño cabalga sobre la aridez de la
conciencia, mientras ve caer tras de sí con todo su peso diabólico, mil negros
crepúsculos de melancolía”; terminada su ditirámbica acotación ambos reímos de
muy buena gana por un rato considerable, y lo que nos daba tanta risa, no era
el pensar que una u otra opción resultara mejor que cualquiera posible, sino
precisamente, que aunque la segunda tenía más poder evocativo era completamente
risible imaginar que la rigidez institucional permitiera que lo protocolario
quedara así consignado, también nos daba risa el hecho innegable de que ambas
versiones fueran igualmente literarias, de que ambas fueran ficciones
pretendiendo dar cuenta de un otro, cuyo padecer ningún relato podría abarcar a
plenitud pero que, no obstante, fácilmente podría mostrar mayor afinidad psíquica
con la versión segunda de redacción de historial.
El
mito que nos dio la ciencia positiva
es simplemente un mito, más próspero a un saber acumulativo, aunque no por ello
un mito mejor.
El gran filósofo político del barroco italiano, Giambattista Vico, nos recuerda que: «Toda metáfora es un mito en pequeño», esto implica que todo esfuerzo imaginativo, toda abstracción, toda figuración; toda sublimación y proyección de los deseos y pasiones, es en sí un intento desesperado que hacemos por asir la naturaleza del mundo (en tanto a cosa y en tanto a forma) a nuestras propias posibilidades figurativas; pues de no obrar de tal modo, seriamos aplastados por el peso de unos símbolos y unos signos que no palían este estado de indefensión, esa orfandad en que Gaya nos ha dejado, esta alienación del mundo de los objetos que es la humana asimilación de una supra-realidad, de una omnipotencia de la representación.
El gran filósofo político del barroco italiano, Giambattista Vico, nos recuerda que: «Toda metáfora es un mito en pequeño», esto implica que todo esfuerzo imaginativo, toda abstracción, toda figuración; toda sublimación y proyección de los deseos y pasiones, es en sí un intento desesperado que hacemos por asir la naturaleza del mundo (en tanto a cosa y en tanto a forma) a nuestras propias posibilidades figurativas; pues de no obrar de tal modo, seriamos aplastados por el peso de unos símbolos y unos signos que no palían este estado de indefensión, esa orfandad en que Gaya nos ha dejado, esta alienación del mundo de los objetos que es la humana asimilación de una supra-realidad, de una omnipotencia de la representación.
Es
preciso que recordemos que toda la indagación que hizo Carl Jung acerca de las
imágenes de la cultura se debe a que estas son la exteriorización del lenguaje
del alma, que es plenamente imaginal. Las representaciones con que abarcamos
nuestra realidad inmediata no nos vienen del mundo, sino que son las formas de
un adentro prístino que requiere de ellas, clamando constantemente por aflorar.
Si lo que ello implica se tiene en cuenta a cabalidad, sacamos rápidamente por
orden silogístico que cada imagen manifiesta en el mundo humano debe dar cuenta
en el sujeto individual del devenir anímico de la psique; las imágenes elegidas
por el alma, tanto como la disposición en que se argumentan, deberá obedecer a
la lógica que envuelve las dinámicas de la economía libidinal, repartición de
cargas afectivas entre los objetos del mundo y, en este orden de ideas, también
de los requerimientos del Complejo
como encarnación observable del Arquetipo
-que es un “molde transparente”-, al seno del proceder y el sentir de nuestra
especie. De lo anterior sacamos en
limpio que dado que la imagen es un “afuera” dando cuenta de “un adentro”, un
“algo” manifestando “un todo”, toda vinculación posible a la imaginería
universal hacia la que se pueda concentrar la energía de un sujeto ha de ser
propicia a la tramitación de su drama interno, lo que implica que leyéndole
correctamente, la imagen será la prueba más certera de eso que le está
ocurriendo a ese otro que acude a
nosotros en la situación clínica, tanto como a ese ánthropos del hombre (en términos de Hillman); eso que ha de
enseñarnos al hombre filogenético, al hombre como humanidad.
De
todo saber imaginativo, de todo saber narrativo, de todo conocimiento
mitológico, es posible derivar las herramientas clínicas más afines a la
necesidad única que subyace tras la demanda formulada en la tramitación por
vías de la palabra; ver toda patología como un mito en pequeño, podrá sernos útil en función de indagar acerca de
lo que aqueja a la psique; es decir que: lo que en la actualidad llamamos psicopatología,
no es la verdadera enfermedad del espíritu, el verdadero padecer, sino
simplemente una de tantas posibles manifestaciones con que este pugna por hacer
aparición, por ende, una ciencia psicológica cuya aplicación terapéutica ataca
la consecuencia y no la causa, es una psicología en pro de la neurosis
colectiva, una herramienta de cura que promueve el emerger descontrolado de la encarnación
superflua de la enfermedad real que se incuba bajo esa cobertura aparente.
Si
lo que se desea es estandarización y automatismo, una constricción de los
hechos a la dicho por el CIE y el DSM serán ideales notorios; más si lo que se
busca es aliviar el sufrimiento, hacer prosperas estas convulsiones internas de
fuerzas opositas, es preciso que la psicología clínica elabore un nuevo mito de
la psicopatología. En lo práctico, esto implica que para el paciente es mucho
menos benéfico aprenderse el mito que la psiquiatría creó para él y su “enfermedad”,
que elaborar junto al terapeuta un mito
propio, en que realmente pueda integrar las múltiples facetas de su Ser; en lo teórico, implica abordar con
eficacia lo que Hillman nombra como el
mito de la enfermedad mental.
La
actualización de nuestros mitos mágico-animistas a mitos positivos, ha mellado
considerablemente esa capacidad de representación, tan valiosa y necesaria para
el pasaje de lo desconocido al campo del
“mundo real”; por ello es preciso que el clínico (o por lo menos el clínico
analítico), intente ofrecer al sujeto algunos medios que compensen estas
falencias consuetudinariamente adquiridas, que le acompañe en esta dificultosa
elaboración de su mito personal, de un
imago rector propio mediante el cual entablar dialogo con el alma personal y la
del mundo.
Es
posible para Hillman curar enfermedades
con la fantasía, ya que lo heteróclito en las perturbaciones es la misma
rareza interna que nos sale al paso en el mito y el sueño; esta ideación
errática que puede llegar hasta lo que conocemos por psicosis, no es la
aflicción, sino la única forma en que su destinatario logra designarla, nos
recuerda dirigiéndose a los helenos: «la fantasía equivocada y excéntrica podía
ser guiada hacia una senda adecuada siempre que se frecuentaran las verdades
metafóricas presentes en las imágenes del mito.» Volvemos así a la noción de
este analista norteamericano de
psicopatología como un exceso de literalidad en la formulación; en
oposición a esta “literalización” del alma (enfermiza de pensar en tanto a que
nada en el alma es realmente literal) Hillman propone entender el relato
clínico como quien escucha un cuento, dejando
caer la narración, en lugar de acomodarla y esquematizarla en formas
plausibles a la contemporaneidad científica, que son, como ya señalamos, algo
tan desprovisto de verdad como cualquier otra narración literaria,
sencillamente, un tipo más moderno de ficción; fantasía que además se halla
fuertemente supeditada a los designios de la sombra del narrador, que anhela hallar el páthos en cualquier fuente que se lo facilite, reduciendo la
realidad psíquica tras lo dicho por el paciente a una foránea simulación.
No
obstando todo lo ya dicho, Hillman ampara la necesidad de registro, de aprender
de lo pasado, y nos recuerda que no es necesario abolir la nominalización
psiquiátrica de la patología, sino el estado de literalidad en que ésta cayó,
es decir, no olvidar que los manuales de psiquiatría cuentan una versión del
mito del padecer, una forma actual de abordar algo que siempre ha existido, mas
no un a priori que tenga una conexión
inequívoca con aquello que pretende designar.
Me
gustaría concluir esta revisión del concepto de psicopatología entendida como
un mito cambiante, aportando al tema una conclusión teórica que parte de mi
indagación personal, de algunas conclusiones que han derivado de la inmersión
investigativa en mi trabajo de grado. Estudiando las dinámicas a que obedecen
los símbolos de la muerte en la poética, he notado que existe un notable
componente de ausencia en el Ser, una grave atracción hacia ciertas formas del
mundo que proviene de una falencia con
su propia fuerza de atracción, algo relacionado con lo que los
existencialistas llaman Angustia, lo
que el materialismo crítico llama Alienación,
lo que el psicoanálisis lacaniano nombra La Falta (el placer fantasmático, lo hueco en el Falo), podría equiparase en los
junguianos a esta ominosa literalidad. Bien sabemos –y cabe resaltar- que Carl
Gustav Jung no creía en el ser en falta
(el cual era para él producto de lo que llamaba neurosis Kierkegaardiana), para
Jung el hombre se hallaba en plenitud espiritual, y sólo debía tramitar esta
plenitud en el Sí-mismo, con el fin
de llegar a experimentarla; no obstante esta aparente diferencia no parece
residir más que en la conceptualización; recordamos a Platón en el Banquete
cuando nos dice que Eros no es un dios pues, de serlo, estaría pleno de amor y
belleza, y de estar pleno de tales atributos no los buscaría el enamorado en su
acto de amor; sólo se busca aquello que NO se posee, así que si el Ser tiene
por camino natural la búsqueda de la individuación,
ésta se busca precisamente porque in illo
tempore aún no se consigue, así que la falta se nos hace inevitable,
independientemente de que acudamos a una u otra noción teórica; aunque pensemos
lo que dice Jung (que no nos falta nada, sino que todo está allí esperando por
integrarse), la falta sería esta integración de opósitos como posibilidad aun
no agotada; Hillman parece recordárnoslo
al decir: el arquetipo es una aflicción; nos hace
sufrir., ya que si pensamos en el trasfondo de dicha afirmación llegamos a
que la vida simbólica tiene un alto componente
de blancura, a que el arquetipo, por más nexo a lo primitivo que pueda
representar lo simbólico, sigue siendo una forma hueca, una representación de
algo que no está, y que es preciso buscar en el mundo con fines de asimilación.
Elaborar
el cuento que es cada ser humano implica llenar con metáfora ese nódulo en falta;
cuando el analista pide al consultante que narre su asunto, que haga imagen lo
que hasta ahora fue sensación, le está pidiendo que integre lo irredimible, y
sólo mezclando estas fuerzas contrarias se logra la mismidad, la aparente sensación de plenitud que suele ser llamada trascendencia por las religiones, pero
que yo me limito a llamar cesación momentánea del dolor.
Bibliografía
Varios autores (1990). Recuperar el niño interior. Jeremiah Abrams (Compilador). Ed.
Kairós. Barcelona.