lunes, 20 de diciembre de 2010

En defensa del Niño Dios

Por Lisímaco Henao H. (Diciembre 2010)


(Cuando en este texto hablo de la "fantasía del niño Dios", me refiero a la tradición, existente en muchos lugares del mundo, de decir a los niños que el 24 de diciembre el niño Jesús viene y deja un presente bajo la almohada, en el pesebre o nacimiento, o bajo la cama. En muchos países ésta es reemplazada por la fantasía de los Reyes Magos y sus regalos, o se conservan las dos. Quienes crecimos con estas tradiciones debimos enfrentar tarde o temprano, el hecho de que eran nuestros padres quienes dejaban los regalos y ellos, a su vez, enfrentaron nuestra reacción ante "la verdad".)


“Sospecho que nuestro entusiasmo pedagógico y psicológico contemporáneo por el niño tiene una intención insincera: hablamos del niño, pero nos referimos al niño en el adulto. Pues en el adulto hay un niño, un niño eterno, algo que está en devenir, que nunca está acabado y que necesita del cuidado, la atención y la educación constantes. Ésta es la parte de la personalidad humana que quiere desarrollarse hacia la totalidad. Pero el ser humano de nuestra época está muy alejado de esa totalidad.”

C.G. Jung en Sobre el devenir de la personalidad.



Mi padre mencionó hace poco que, de niño, yo iba a todas partes con una figurita del Niño Dios en el bolsillo. Esto trajo a mi memoria la fuerte vinculación que tenía con la imagen de un dios niño, el cual cada navidad esperaba lleno de presagios y caprichos.

El pesebre (nacimiento, Belén) ocupaba un lugar importante de la casa, en aquel tiempo no existían campañas contra la deforestación ni nos hacían creer que éramos nosotros, con nuestras simples costumbres, los que acabábamos con el planeta; por ello salíamos en infantil algarabía a buscar en el monte toda clase de follajes y pequeñas plantas que pudieran servirnos para adornar el pueblito, su arrollo, su selva y, por supuesto, su pesebrera, elementos que constituían cada año el pesebre.

Pero el gran espectáculo de todo el entorno era el pesebre de mi abuela. Ella hacía un pesebre de grandes proporciones en el que trabajaba continuamente, era un espacio en construcción que atraía a todos los niños y en el que podíamos imaginar tantas cosas como quisiéramos. No pocas veces participé en las modificaciones y creo que mi abuela se sentía complacida de que, como moscas por la miel, nos sintiéramos tan atraídos por su obra.

Mi creencia en la fantasía de un niño que cada año renacía y traía presentes a la casa perduró con gran fuerza en ese entorno, pues ese niño tenía no sólo una historia sino también un lugar específico en la casa, un lugar sagrado puedo decir hoy, lo cual se constituía, para el niño que yo era, en una afirmación de la realidad de esa fantasía. Durante todo el año mi fantasía había estado poblada por otros personajes, no tan benévolos, que venían en los relatos de los trabajadores que se hospedaban en la casa: había duendes, brujas y animales fantásticos que daban forma a mis miedos a la oscuridad y a la noche. Me parece ahora que en diciembre todos ellos eran sustituidos, cuando no vencidos, por un niño mágico y poderoso, que hacía que yo deseara profundamente la llegada de las noches navideñas (al contexto del pesebre se le sumaban las noches de novena y juegos, a los que nos entregábamos aprovechando la visita de otros niños. En muchas ocasiones los adultos también jugaban, tocados, seguramente, por ese mismo espíritu daimon infantil).

No tengo memoria y creo que no la hay, de una imagen concreta acerca de la forma empírica en que el Niño Dios se encargaba de traer los regalos la noche de navidad, quiero decir que no hay una bolsa roja o un carruaje como en el caso de Santa Claus. Pero tengo la sensación de que no importaba mucho o de que precisamente de eso se trataba, de un misterio tan grande que sólo me era permitida una percepción general de los hechos, una imagen más amplia resultado de tantas cosas sumadas: la imagen de un niño, el pesebre, los cantos, los juegos y el pedido de regalos. En cuanto a esto último recuerdo que casi nunca llegaba el regalo pedido (por lo demás yo era portador de esa ambición desbordada que denotaba el rasgo arquetipal de la omnipotencia infantil), pero también que rápidamente pasaba de la decepción a la dicha absoluta.

Cuando llegó el momento en que un compañerito de escuela me dijo “toda la verdad” acerca del niño dios (es decir que se trataba “simplemente” de que los padres ponían los regalos bajo nuestra almohada), yo decidí callarme durante todo ese año, hice como si no lo supiera. Percibía con tanta claridad la manera como los adultos gozaban de nuestra inocencia, que quise regalarles a ellos y a mí mismo, un rato más de esa inocencia. Jugaba también conmigo mismo al no-saber.






(Una de las imágenes más sugerentes del Jesús niño es la de su precoz predica en el templo: un niño rodeado de adultos y ancianos que no pueden evitar escucharle).





Hoy sabemos que la función de la fantasía del niño dios, como la de toda fantasía, es la de mantener en nosotros el reino de las imágenes intacto, es proporcionarnos un punto desde el cual imaginar al mundo concreto de otras formas. He escuchado a muchos padres defender a capa y espada la idea de que a sus hijos no los van a ilusionar con esa historia para evitarles la desilusión posterior. Pienso que esta decisión está fundada en la pérdida de la conciencia simbólica en los adultos, en su incapacidad para sorprenderse y para soportar el no-saber-exactamente-qué-hacer-o-decir, en la manera como intuimos que vivir en un mundo cada vez más literalista, frío y lleno de obviedades puede alejarnos de nuestra naturaleza profunda, esa que garantiza una constante transformación como sugiere Jung en la cita con la cual empecé este escrito. La naturaleza infantil, el niño interior, nos permite saber que el cambio está a la vuelta de la esquina y que la mayoría de las veces este ni siquiera depende del ego, el cual sólo tiene la responsabilidad de estar atento y dispuesto. La fantasía del dios niño y su contexto parece apuntar a posibilidades de completud, de integración entre lo real y lo imaginal.

Ahora bien, en el momento de la temida desilusión de los niños al enterarse de la realidad del Niño Dios, será puesto a prueba el adulto que le acompaña y la forma como este ha integrado su relación con las historias metafóricas y con sus propias desilusiones. Será el momento para ver en qué medida puede jugar con la realidad para no matar con sentimientos de frustración la posibilidad de imaginar justamente.

Todo ser humano tendrá que lidiar tarde o temprano con la desilusión (todos lo hemos hecho y lo seguiremos haciendo), así como tendrá que vérselas con sentimientos de abandono, discriminación o fracaso. Y así como los cuentos de hadas prepararon a generaciones enteras de niños para enfrentar dichos sentimientos, ofreciéndoles el marco imaginario sobre el cual tejer los avatares futuros, la fantasía del Niño Dios ofrece una multiplicidad de posibilidades acerca de la esperanza, el merecer, el ser protegido, imaginar, desesperar y también el aceptar ciertas porciones de la realidad. El mito de un dios niño ha estado presente en todos los grandes sistemas simbólicos de la humanidad, en Grecia por ejemplo bajo la forma de los precoces dioses y semidioses, quienes apenas nacidos habían desarrollado sus primeras hazañas. Estos modelos, imágenes del arquetipo del niño, vehiculan y dan forma a todo lo que en el alma humana crece y necesita apoyo y educación constantes.







(El niño divino Hércules mata a dos serpientes enviadas por Hera para asesinarle. La precocidad del niño está asociada con la habilidad de nuestra naturaleza infantil para percibir lo que está fuera de orden y para utilizar intuitivamente las defensas necesarias frente a ello.)








Y es que también el contexto de la fantasía del Niño Dios (en el caso de Jesús) y no sólo su figura, estaba lleno de intuiciones enriquecedoras para el alma: la presencia de los animales en torno al niño en el pesebre nos conectaban con nuestra propia naturaleza como protección y con la humildad en el ego como opción pues ¿cómo es que alguien tan poderoso puede nacer de esa manera?. Inclusive las historias que se iban contando daban cuenta de esos elementos arquetipales tan necesarios para nuestro ser, por ejemplo, la persecución por parte de Herodes (que además convertíamos en el juego de las bromas el día de los inocentes): la muerte de niños por parte de un ejército que buscaba asesinar a un niño en particular nos planteaba como un asunto serio el riesgo y la fe de vivir (ambas cosas al mismo tiempo): nuestra fragilidad arquetípica dada por el arquetipo del niño.

Inclusive la presencia de un padre adoptivo como la posibilidad de confiar en los seres humanos, algo que perdemos en un mundo construido bajo la imagen de la inseguridad como norma. Hoy nos cuesta permitirnos el “ser adoptados” (auxiliados, apoyados, protegidos) por desconocidos (representados en la natividad por el padre no biológico): todo desconocido es un enemigo, ni siquiera potencial, sino real, desde ese realismo literalista en el que vivimos. En mi niñez las casas del pueblo permanecían todo el día con las puertas abiertas y sin rejas en las ventanas, porque la seguridad se basaba en la confianza, porque nos permitíamos la adopción como posibilidad, porque los niños éramos hijos de todos los adultos y, por lo tanto, cuidados por todos ellos. ¿Había ladrones, asesinos y otros personajes por ahí?, sí. No se trataba de una negación de la realidad, se trataba de vivir la realidad con otras imágenes. Repito que la historia del Niño Dios incluía estos elementos oscuros en el personaje de Herodes y su persecución de los inocentes.

En mi consultorio tengo una caja de arena con su correspondiente variedad de figuritas. Luego de que mi padre recordara aquella actitud infantil mía, recordé aquellos pesebres y la forma como nos divertíamos moviendo los personajes y escenarios e imaginando las relaciones entre ellos. Me pregunto para cuánto más pudo servir, de manera imperceptible, aquel gusto por el Niño Dios y su mundo, un mundo que, visto con ojos de niño, todavía puede seguir enriqueciendo el mundo en el que vivimos hoy.




Este niño de cuatro años, el hijo de un granjero tibetano, fue reconocido como la reencarnación del Dalai Lama en 1928 (es el actual Dalai Lama Tenzin Gyatso,el número XIV en la tradición tibetana). Aunque no es considerado como un dios, sí se le tiene por la reencarnación de Buda (lo más cercano al concepto occidental de divinidad para el budismo). Otro ejemplo de una imagen arquetípica de la divinización de lo infantil y del reconocimiento de su espontánea sabiduría. 



(En la india, el dios Vishnú representa, como niño, el aspecto travieso de la naturaleza humana. La imagen aquí reproducida se llama "El niño dios Krishna robando leche". Este aspecto travieso de la naturaleza infantil nos permite asumir la vida con un toque de humor y nos permite el disfrute tranquilo y sin exagerados recursos propios de la exigencia adulta ).



(Eros, el dios amor para los griegos, un niño travieso, no pocas veces genera confusión entre los humanos con su forma de flechar. Lo infantil proponiendo acertijos y diversión al mismo tiempo)